Después del Neoclasicismo y del Romanticismo, avanzamos en la historia de la literatura con dos movimientos literarios que son casi coetáneos, pero expresan diferentes formas artísticas y literarias de ver el mundo:
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Selección de cuentos del Realismo, Naturalismo y Gº del 98:
SELECCIÓN
DE CUENTOS (REALISMO Y GENERACIÓN DEL 98)
Deberás elegir un cuento y después expresar por escrito tu opinión personal.
La
mujer alta
Cuento de miedo
Pedro Antonio de Alarcón
Cuento de miedo
Pedro Antonio de Alarcón
1. - I -
-¡Qué sabemos!
Amigos míos..., ¡qué sabemos! -exclamó Gabriel, distinguido
ingeniero de Montes, sentándose debajo de un pino y cerca de una
fuente, en la cumbre del Guadarrama, a legua y media de El Escorial,
en el límite divisorio de las provincias de Madrid y Segovia; sitio
y fuente y pino que yo conozco y me parece estar viendo, pero cuyo
nombre se me ha olvidado-. Sentémonos, como es de rigor y está
escrito ..., en nuestro programa -continuó Gabriel, a descansar y
hacer por la vida en este ameno y clásico paraje, famoso por la
virtud digestiva del agua de ese manantial y por los muchos borregos
que aquí se han comido nuestros ilustres maestros don Miguel Rosch,
don Máximo Laguna, don Agustín Pascual y otros grandes
naturalistas; os contaré una rara y peregrina historia en
comprobación de mi tesis..., reducida a manifestar, aunque me
llaméis oscurantista, que en el globo terráqueo ocurren todavía
cosas sobrenaturales: esto es, cosas que no caben en la cuadrícula
de la razón, de la ciencia ni de la filosofía, tal y como hoy se
entienden (o no se entienden) semejantes, palabras, palabras y
palabras , que diría Hamlet...
Enderezaba Gabriel
este pintoresco discurso a cinco sujetos de diferente edad, pero
ninguno joven, y sólo uno entrado ya en años; también ingenieros
de Montes tres de ellos, pintor el cuarto y un poco literato el
quinto; todos los cuales habían subido con el orador, que era el más
pollo, en sendas burras de alquiler, desde el Real Sitio de San
Lorenzo, a pasar aquel día herborizando en los hermosos pinares de
Peguerinos, cazando mariposas por medio de mangas de tul, cogiendo
coleópteros raros bajo la corteza de los pinos enfermos y comiéndose
una carga de víveres fiambres pagados a escote.
Sucedía esto en
1875, y era en el rigor del estío; no recuerdo si el día de
Santiago o el de San Luis... Inclínome a creer el de San Luis. Como
quiera que fuese, gozábase en aquellas alturas de un fresco
delicioso, y el corazón, el estómago y la inteligencia funcionaban
allí mejor que en el mundo social y la vida ordinaria...
Sentado que se
hubieron los seis amigos, Gabriel continuó hablando de esta manera:
-Creo que no me
tacharéis de visionario... Por fortuna o desgracia mía, soy,
digámoslo así, un hombre a la moderna, nada supersticioso, y tan
positivista como el que más, bien que incluya entre los datos
positivos de la Naturaleza todas las misteriosas facultades y
emociones de mi alma en materias de sentimiento... Pues bien: a
propósito de fenómenos sobrenaturales o extranaturales , oíd lo
que yo he oído y ved lo que yo he visto, aun sin ser el verdadero
héroe de la singularísima historia que voy a contar; y decidme en
seguida qué explicación terrestre, física, natural, o como
queramos llamarla, puede darse a tan maravilloso acontecimiento.
-El caso fue como
sigue... ¡A ver! ¡Echar una gota, que ya se habrá refrescado el
pellejo dentro de esa bullidora y cristalina fuente, colocada por
Dios en esta pinífera cumbre para enfriar el vino de los botánicos!
2. - II -
-Pues, señor, no
sé si habréis oído hablar de un ingeniero de Caminos llamado
Telesforo X..., que murió en 1860...
-Yo no...
-¡Yo sí!
-Yo también: un
muchacho andaluz, con bigote negro, que estuvo para casarse con la
hija del marqués de Moreda..., y que murió de ictericia...
-¡Ése mismo!
-continuó Gabriel-. Pues bien: mi amigo Telesforo, medio año antes
de su muerte, era todavía un joven brillantísimo, como se dice
ahora. Guapo, fuerte, animoso, con la aureola de haber sido el
primero de su promoción en la Escuela de Caminos, y acreditado ya en
la práctica por la ejecución de notables trabajos, disputábanselo
varias empresas particulares en aquellos años de oro de las obras
públicas, y también se lo disputaban las mujeres por casar o mal
casadas, y, por supuesto, las viudas impenitentes, y entre ellas
alguna muy buena moza que... Pero la tal viuda no viene ahora a
cuento, pues a quien Telesforo quiso con toda formalidad fue a su
citada novia, la pobre Joaquinita Moreda, y lo otro no pasó de un
amorío puramente usufructuario ...
-¡Señor don
Gabriel, al orden!
-Sí..., sí, voy
al orden, pues ni mi historia ni la controversia pendiente se prestan
a chanzas ni donaires. Juan, échame otro medio vaso... ¡Bueno está
de verdad este vino! Conque atención y poneos serios, que ahora
comienza lo luctuoso.
Sucedió, como
sabréis los que la conocisteis, que Joaquina murió de repente en
los baños de Santa Águeda al fin del verano de 1859... Hallábame
yo en Pau cuando me dieron tan triste noticia, que me afectó muy
especialmente por la íntima amistad que me unía a Telesforo... A
ella sólo le había hablado una vez, en casa de su tía la generala
López, y por cierto que aquella palidez azulada, propia de las
personas que tienen una aneurisma, me pareció desde luego indicio de
mala salud... Pero, en fin, la muchacha valía cualquier cosa por su
distinción, hermosura y garbo; y como además era hija única de
título, y de título que llevaba anejos algunos millones, conocí
que mi buen matemático estaría inconsolable... Por consiguiente, no
bien me hallé de regreso en Madrid, a los quince o veinte días de
su desgracia, fui a verlo una mañana muy temprano a su elegante
habitación de mozo de casa abierta y de jefe de oficina, calle del
Lobo... No recuerdo el número, pero sí que era muy cerca de la
Carrera de San Jerónimo.
Contristadísimo,
bien que grave y en apariencia dueño de su dolor, estaba el joven
ingeniero trabajando ya a aquella hora con sus ayudantes en no sé
qué proyecto de ferrocarril, y vestido de riguroso luto. Abrazóme
estrechísimamente y por largo rato, sin lanzar ni el más leve
suspiro; dio en seguida algunas instrucciones sobre el trabajo
pendiente a uno de sus ayudantes, y condújome, en fin, a su despacho
particular, situado al extremo opuesto de la casa, diciéndome por el
camino con acento lúgubre y sin mirarme:
-Mucho me alegro
de que hayas venido... Varias veces te he echado de menos en el
estado en que me hallo... Ocúrreme una cosa muy particular y
extraña, que sólo un amigo como tú podría oír sin considerarme
imbécil o loco) y acerca de la cual necesito oír alguna opinión
serena y fría como la ciencia... Siéntate... -prosiguió diciendo,
cuando hubimos llegado a su despacho-, y no temas en manera alguna
que vaya a angustiarte describiéndote el dolor que me aflige, y que
durará tanto como mi vida... ¿Para qué? ¡Tú te lo figurarás
fácilmente a poco que entiendas de cuitas humanas, y yo no quiero
ser consolado ni ahora, ni después, ni nunca! De lo que te voy a
hablar con la detención que requiere el caso, o sea tomando el
asunto desde su origen, es de una circunstancia horrenda y misteriosa
que ha servido como de agüero infernal a esta desventura, y que
tiene conturbado mi espíritu hasta un extremo que te dará
espanto...
-¡Habla!
-respondí yo, comenzando a sentir, en efecto, no sé qué
arrepentimiento de haber entrado en aquella casa, al ver la expresión
de cobardía que se pintó en el rostro de mi amigo.
-Oye... -repuso
él, enjugándose la sudorosa frente.
3. - III -
No sé si por
fatalidad innata de mi imaginación, o por vicio adquirido al oír
alguno de aquellos cuentos de vieja con que tan imprudentemente se
asusta a los niños en la cuna, el caso es que desde mis tiernos años
no hubo cosa que me causase tanto horror y susto, ya me la figurara
mentalmente, ya me la encontrase en realidad, como una mujer sola, en
la calle, a las altas horas de la noche.
Te consta que
nunca he sido cobarde. Me batí en duelo, como cualquier hombre
decente, cierta vez que fue necesario, y recién salido de la Escuela
de Ingenieros, cerré a palos y a tiros en Despeñaperros con mis
sublevados peones, hasta que los reduje a la obediencia. Toda mi
vida, en Jaén, en Madrid y en otros varios puntos, he andado a
deshora por la calle, solo, sin armas, atento únicamente al cuidado
amoroso que me hacía velar, y si por acaso he topado con bultos de
mala catadura, fueran ladrones o simples perdonavidas, a ellos les ha
tocado huir o echarse a un lado, dejándome libre el mejor camino...
Pero si el bulto era una mujer sola, parada o andando, y yo iba
también solo, y no se veía más alma viviente por ningún lado...
entonces (ríete si se te antoja, pero créeme) poníaseme carne de
gallina; vagos temores asaltaban mi espíritu; pensaba en almas del
otro mundo, en seres fantásticos, en todas las invenciones
supersticiosas que me hacían reír en cualquier otra circunstancia,
y apretaba el paso, o me volvía atrás, sin que ya se me quitara el
susto ni pudiera distraerme ni un momento hasta que me veía dentro
de mi casa.
Una vez en ella,
echábame también a reír y avergonzábame de mi locura, sirviéndome
de alivio el pensar que no la conocía nadie. Allí me daba cuenta
fríamente de que, pues yo no creía en duendes, ni en brujas, ni en
aparecidos, nada había debido temer de aquella flaca hembra, a quien
la miseria, el vicio o algún accidente desgraciado tendrían a tal
hora fuera de su hogar, y a quien mejor me hubiera estado ofrecer
auxilio por si lo necesitaba, o dar limosna si me la pedía...
Repetíase, con todo, la deplorable escena cuantas veces se me
presentaba otro caso igual, ¡y cuenta que ya tenía yo veinticinco
años, muchos de ellos de aventurero nocturno, sin que jamás me
hubiese ocurrido lance alguno penoso con las tales mujeres solitarias
y trasnochadoras!... Pero, en fin, nada de lo dicho llegó nunca a
adquirir verdadera importancia, pues aquel pavor irracional se me
disipaba siempre tan luego como llegaba a mi casa o veía otras
personas en la calle, y ni tan siquiera lo recordaba a los pocos
minutos, como no se recuerdan las equivocaciones o necedades sin
fundamento ni consecuencia.
Así las cosas,
hace muy cerca de tres años... (desgraciadamente, tengo varios
motivos para poder fijar la fecha: ¡la noche del 15 al 16 de
noviembre de 1857) volvía yo, a las tres de la madrugada, a aquella
casita de la calle de Jardines, cerca de la calle de la Montera, en
que recordarás viví por entonces... Acababa de salir, a hora tan
avanzada, y con un tiempo feroz de viento y frío, no de ningún nido
amoroso, sino de... (te lo diré, aunque te sorprenda), de una
especie de casa de juego, no conocida bajo este nombre por la
policía, pero donde ya se habían arruinado muchas gentes, y a la
cual me habían llevado a mí aquella noche por primera... y última
vez. Sabes que nunca he sido jugador; entré allí engañado por un
mal amigo, en la creencia de que todo iba a reducirse a trabar
conocimiento con ciertas damas elegantes, de virtud equívoca (
demi-monde puro), so pretexto de jugar algunos maravedises al Enano ,
en mesa redonda, con faldas de bayeta; y el caso fue que a eso de las
doce comenzaron a llegar nuevos tertulios, que iban del teatro Real o
de salones verdaderamente aristocráticos, y mudóse de juego, y
salieron a relucir monedas de oro, después billetes y luego bonos
escritos con lápiz, y yo me enfrasqué poco a poco en la selva
oscura del vicio, llena de fiebres y tentaciones, y perdí todo lo
que llevaba, y todo lo que poseía, y aun quedé debiendo un
dineral... con el pagaré correspondiente. Es decir, que me arruiné
por completo, y que, sin la herencia y los grandes negocios que tuve
en seguida, mi situación hubiera sido muy angustiosa y apurada.
Volvía yo, digo,
a mi casa aquella noche, tan a deshora, yerto de frío, hambriento,
con la vergüenza, y el disgusto que puedes suponer, pensando, más
que en mí mismo, en mi anciano y enfermo padre, a quien tendría que
escribir pidiéndole dinero, lo cual no podría menos de causarle
tanto dolor como asombro, pues me consideraba en muy buena y
desahogada posición..., cuando, a poco de penetrar en mi calle por
el extremo que da a la de Peligros, y al pasar por delante de una
casa recién construida de la acera que yo llevaba, advertí que en
el hueco de su cerrada puerta estaba de pie, inmóvil y rígida, como
si fuese de palo, una mujer muy alta y fuerte, como de sesenta años
de edad, cuyos malignos y audaces ojos sin pestañas se clavaron en
los míos como dos puñales, mientras que su desdentada boca me hizo
una mueca horrible por vía de sonrisa...
El propio terror o
delirante miedo que se apoderó de mí instantáneamente diome no sé
qué percepción maravillosa para distinguir de golpe, o sea en dos
segundos que tardaría en pasar rozando con aquella repugnante
visión, los pormenores más ligeros de su figura y de su traje...
Voy a ver si coordino mis impresiones del modo y forma que las
recibí, y tal y como se grabaron para siempre en mi cerebro a la
mortecina luz del farol que alumbró con infernal relámpago tan
fatídica escena...
Pero me excito
demasiado, ¡aunque no sin motivo, como verás más adelante!
Descuida, sin embargo, por el estado de mi razón... ¡Todavía no
estoy loco!
Lo primero que me
chocó en aquella que denominaré mujer fue su elevadísima talla y
la anchura de sus descarnados hombros; luego, la redondez y fijeza de
sus marchitos ojos de búho, la enormidad de su saliente nariz y la
gran mella central de su dentadura, que convertía su boca en una
especie de oscuro agujero, y, por último, su traje de mozuela del
Avapiés, el pañolito nuevo de algodón que llevaba a la cabeza,
atado debajo de la barba, y un diminuto abanico abierto que tenía en
la mano, y con el cual se cubría, afectando pudor, el centro del
talle.
¡Nada más
ridículo y tremendo, nada más irrisorio y sarcástico que aquel
abaniquillo en unas manos tan enormes, sirviendo como de cetro de
debilidad a giganta tan fea, vieja y huesuda! Igual efecto producía
el pañolejo de vistoso percal que adornaba su cara, comparado con
aquella nariz de tajamar, aguileña, masculina, que me hizo creer un
momento (no sin regocijo) si se trataría de un hombre disfrazado...
Pero su cínica mirada y asquerosa sonrisa eran de vieja, de bruja,
de hechicera, de Parca..., ¡no sé de qué! ¡De algo que
justificaba plenamente la aversión y el susto que me habían causado
toda mi vida las mujeres que andaban solas, de noche, por la
calle!... ¡Dijérase que, desde la cuna, había presentido yo aquel
encuentro! ¡Dijérase que lo temía por instinto, como cada ser
animado teme y adivina, y ventea, y reconoce a su antagonista natural
antes de haber recibido de él ninguna ofensa, antes de haberlo
visto, sólo con sentir sus pisadas!
No eché a correr
en cuanto vi a la esfinge de mi vida, menos por vergüenza o varonil
decoro, que por temor a que mi propio miedo le revelase quién era
yo, o le diese alas para seguirme, para acometerme, para... ¡no sé!
¡Los peligros que sueña el pánico no tienen forma ni nombre
traducibles!
Mi casa estaba al
extremo opuesto de la prolongada y angosta calle en que me hallaba yo
solo, enteramente solo con aquella misteriosa estantigua, a quien
creía capaz de aniquilarme con una palabra... ¿Qué hacer para
llegar hasta allí? ¡Ah! ¡Con qué ansia veía a lo lejos la
anchurosa y muy alumbrada calle de la Montera, donde a todas horas
hay agentes de la autoridad!
Decidí, pues,
sacar fuerzas de flaqueza; disimular y ocultar aquel pavor miserable;
no acelerar el paso, pero ganar siempre terreno, aun a costa de años
de vida y de salud, y de esta manera poco a poco, irme acercando a mi
casa, procurando muy especialmente no caerme antes redondo al suelo.
Así caminaba...;
así habría andado ya lo menos veinte pasos desde que dejé atrás
la puerta en que estaba escondida la mujer del abanico, cuando de
pronto me ocurrió una idea horrible, espantosa, y, sin embargo, muy
racional: ¡la idea de volver la cabeza a ver si me seguía mi
enemiga!
-Una de dos...
-pensé con la rapidez del rayo-: o mi terror tiene fundamento o es
una locura; si tiene fundamento, esa mujer habrá echado detrás de
mí, estará alcanzándome y no hay salvación para mí en el
mundo... Y si es una locura, una aprensión, un pánico como
cualquier otro, me convenceré de ello en el presente caso y para
todos los que me ocurran, al ver que esa pobre anciana se ha quedado
en el hueco de aquella puerta preservándose del frío o esperando a
que le abran; con lo cual yo podré seguir marchando hacia mi casa
muy tranquilamente y me habré curado de una manía que tanto me
abochorna.
Formulado este
razonamiento, hice un esfuerzo extraordinario y volví la cabeza.
¡Ah! ¡Gabriel!
¡Gabriel! ¡Qué desventura! ¡La mujer alta me había seguido con
sordos pasos, estaba encima de mí, casi me tocaba con el abanico,
casi asomaba su cabeza sobre mi hombro!
¿Por qué? ¿Para
qué, Gabriel mío? ¿Era una ladrona? ¿Era efectivamente un hombre
disfrazado? ¿Era una vieja irónica, que había comprendido que le
tenía miedo? ¿Era el espectro de mi propia cobardía? ¿Era el
fantasma burlón de las decepciones y deficiencias humanas?
¡Interminable
sería decirte todas las cosas que pensé en un momento! El caso fue
que di un grito y salí corriendo como un niño de cuatro años que
juzga ver al coco y que no dejé de correr hasta que desemboqué en
la calle de la Montera...
Una vez allí, se
me quitó el miedo como por ensalmo. ¡Y eso que la calle de la
Montera estaba también sola! Volví, pues, la cabeza hacia la de
Jardines, que enfilaba en toda su longitud, y que estaba
suficientemente alumbrada por sus tres faroles y por un reverbero de
la calle de Peligros, para que no se me pudiese oscurecer la mujer
alta si por acaso había retrocedido en aquella dirección, y ¡vive
el cielo que no la vi parada, ni andando, ni en manera alguna!
Con todo, guardéme
muy bien de penetrar de nuevo en mi calle.
«¡Esa bribona
-me dije- se habrá metido en el hueco de otra puerta!... Pero
mientras sigan alumbrando los faroles no se moverá sin que yo no lo
note desde aquí...».
En esto vi
aparecer a un sereno por la calle del Caballero de Gracia, y lo llamé
sin desviarme de mi sitio: díjele, para justificar la llamada y
excitar su celo, que en la calle de jardines había un hombre vestido
de mujer; que entrase en dicha calle por la de Peligros, a la cual
debía dirigirse por la de la Aduana; que yo permanecería quieto en
aquella otra salida y que con tal medio no podría escapársenos el
que a todas luces era un ladrón o un asesino.
Obedeció el
sereno; tomó por la calle de la Aduana, y cuando yo vi avanzar su
farol por el otro lado de la de Jardines, penetré también en ella
resueltamente.
Pronto nos
reunimos en su promedio, sin que ni el uno ni el otro hubiésemos
encontrado a nadie, a pesar de haber registrado puerta por puerta.
-Se habrá metido
en alguna casa... -dijo el sereno.
-¡Eso será!
-respondí yo abriendo la puerta de la mía, con firme resolución de
mudarme a otra calle al día siguiente.
Pocos momentos
después hallábame dentro de mi cuarto tercero, cuyo picaporte
llevaba también siempre conmigo, a fin de no molestar a mi buen
criado José.
¡Sin embargo,
éste me aguardaba aquella noche! ¡Mis desgracias del 15 al 16 de
noviembre no habían concluido!
-¿Qué ocurre?
-le pregunté con extrañeza.
-Aquí ha estado
-me respondió visiblemente conmovido-, esperando a usted desde las
once hasta las dos y media, el señor comandante Falcón, y me ha
dicho que, si venía usted a dormir a casa, no se desnudase, pues él
volvería al amanecer...
Semejantes
palabras me dejaron frío de dolor y espanto, cual si me hubieran
notificado mi propia muerte... Sabedor yo de que mi amadísimo padre,
residente en Jaén, padecía aquel invierno frecuentes y
peligrosísimos ataques de su crónica enfermedad, había escrito a
mis hermanos que en el caso de un repentino desenlace funesto
telegrafiasen al comandante Falcón, el cual me daría la noticia de
la manera más conveniente... ¡No me cabía, pues, duda de que mi
padre había fallecido!
Sentéme en una
butaca a esperar el día y a mi amigo, y con ellos la noticia oficial
de tan grande infortunio, y ¡Dios sólo sabe cuánto padecí en
aquellas dos horas de cruel expectativa, durante las cuales (y es lo
que tiene relación con la presente historia) no podía separar en mi
mente tres ideas distintas, y al parecer heterogéneas, que se
empeñaban en formar monstruoso y tremendo grupo: mi pérdida al
juego, el encuentro con la mujer alta y la muerte de mi honrado
padre!
A las seis en
punto penetró en mi despacho el comandante Falcón, y me miró en
silencio...
Arrojéme en sus
brazos llorando desconsoladamente, y él exclamó acariciándome:
-¡Llora, sí,
hombre, llora! ¡Y ojalá ese dolor pudiera sentirse muchas veces!
4. - IV -
-Mi amigo
Telesforo -continuó Gabriel después que hubo apurado otro vaso de
vino- descansó también un momento al llegar a este punto, y luego
prosiguió en los términos siguientes:
-Si mi historia
terminara aquí, acaso no encontrarías nada de extraordinario ni
sobrenatural en ella, y podrías decirme lo mismo que por entonces me
dijeron dos hombres de mucho juicio a quienes se la conté: que cada
persona de viva y ardiente imaginación tiene su terror pánico; que
el mío, eran las trasnochadoras solitarias, y que la vieja de la
calle de Jardines no pasaría de ser una pobre sin casa ni hogar, que
iba a pedirme limosna cuando yo lancé el grito y salí corriendo, o
bien una repugnante Celestina de aquel barrio, no muy católico en
materia de amores...
También quise
creerlo yo así; también lo llegué a creer al cabo de algunos
meses; no obstante lo cual hubiera dado entonces años de vida por la
seguridad de no volver a encontrarme a la mujer alta . ¡En cambio,
hoy daría toda mi sangre por encontrármela de nuevo!
-¿Para qué?
-¡Para matarla en
el acto!
-No te
comprendo...
-Me comprenderás
si te digo que volví a tropezar con ella hace tres semanas, pocas
horas antes de recibir la nueva fatal de la muerte de mi pobre
Joaquina...
-Cuéntame...,
cuéntame...
-Poco más tengo
que decirte. Eran las cinco de la madrugada; volvía yo de pasar la
última noche, no diré de amor, sino de amarguísimos lloros y
desgarradora contienda, con mi antigua querida la viuda de T..., ¡de
quien érame ya preciso separarme por haberse publicado mi casamiento
con la otra infeliz a quien estaban enterrando en Santa Águeda a
aquella misma hora!
Todavía no era
día completo; pero ya clareaba el alba en las calles enfiladas hacia
Oriente. Acababan de apagar los faroles, y habíanse retirado los
serenos, cuando, al ir a cortar la calle del Prado, o sea a pasar de
una a otra sección de la calle del Lobo, cruzó por delante de mí,
como viniendo de la plaza de las Cortes y dirigiéndose a la de Santa
Ana, la espantosa mujer de la calle de Jardines.
No me miró, y
creí que no me había visto... Llevaba la misma vestimenta y el
mismo abanico que hace tres años... ¡Mi azoramiento y cobardía
fueron mayores que nunca! Corté rapidísimamente la calle del Prado,
luego que ella pasó, bien que sin quitarle ojo, para asegurarme que
no volvía la cabeza, y cuando hube penetrado en la otra sección de
la calle del Lobo, respiré como si acabara de pasar a nado una
impetuosa corriente, y apresuré de nuevo mi marcha hacia acá con
más regocijo que miedo, pues consideraba vencida y anulada a la
odiosa bruja, en el mero hecho de haber estado tan próximo de ella
sin que me viese...
De pronto, y cerca
ya de esta mi casa, acometióme como un vértigo de terror pensando
en si la muy taimada vieja me habría visto y conocido; en si se
habría hecho la desentendida para dejarme penetrar en la todavía
oscura calle del Lobo y asaltarme allí impunemente; en si vendría
tras de mí; en si ya la tendría encima...
Vuélvome en
esto..., y ¡allí estaba! ¡Allí, a mi espalda, casi tocándome con
sus ropas, mirándome con sus viles ojuelos, mostrándome la
asquerosa mella de su dentadura, abanicándose irrisoriamente, como
si se burlara de mi pueril espanto!...
Pasé del terror a
la más insensata ira, a la furia salvaje de la desesperación, y
arrojéme sobre el corpulento vejestorio; tirélo contra la pared,
echándole una mano a la garganta, y con la otra, ¡qué asco!,
púseme a palpar su cara, su seno, el lío ruin de sus cabellos
sucios, hasta que me convencí juntamente de que era criatura humana
y mujer.
Ella había
lanzado entretanto un aullido ronco y agudo al propio tiempo que me
pareció falso, o fingido, como expresión hipócrita de un dolor y
de un miedo que no sentía, y luego exclamó, haciendo como que
lloraba, pero sin llorar, antes bien mirándome con ojos de hiena:
-¿Por qué la ha
tomado usted conmigo?
Esta frase aumentó
mi pavor y debilitó mi cólera.
-¡Luego usted
recuerda -grité- haberme visto en otra parte!
-¡Ya lo creo,
alma mía! -respondió sardónicamente-. ¡La noche de San Eugenio,
en la calle de Jardines, hace tres años!...
Sentí frío
dentro de los tuétanos.
-Pero, ¿quién es
usted? -le dije sin soltarla-. ¿Por qué corre detrás de mí? ¿Qué
tiene usted que ver conmigo?
-Yo soy una débil
mujer... -contestó diabólicamente-. ¡Usted me odia y me teme sin
motivo!... Y si no, dígame usted, señor caballero: ¿por qué se
asustó de aquel modo la primera vez que me vio?
-¡Porque la
aborrezco a usted desde que nací! ¡Porque es usted el demonio de mi
vida!
-¿De modo que
usted me conocía hace mucho tiempo? ¡Pues mira, hijo, yo también a
ti!
-¡Usted me
conocía! ¿Desde cuándo?
-¡Desde antes que
nacieras! Y cuando te vi pasar junto a mí hace tres años, me dije a
mí misma- «¡Éste es!» .
-Pero ¿quién soy
yo para usted? ¿Quién es usted para mí?
-¡El demonio!
-respondió la vieja escupiéndome en mitad de la cara, librándose
de mis manos y echando a correr velocísimamente con las faldas
levantadas hasta más arriba de las rodillas y sin que sus pies
moviesen ruido alguno al tocar la tierra...
¡Locura intentar
alcanzarla!... Además, por la Carrera de San Jerónimo pasaba ya
alguna gente, y por la calle del Prado también. Era completamente de
día. La mujer alta siguió corriendo, o volando, hasta la calle de
las Huertas, alumbrada ya por el sol; paróse allí a mirarme;
amenazóme una y otra vez esgrimiendo el abaniquillo cerrado, y
desapareció detrás de una esquina...
¡Espera otro
poco, Gabriel! ¡No falles todavía este pleito, en que se juegan mi
alma y mi vida! ¡Óyeme dos minutos más!
Cuando entré en
mi casa me encontré con el coronel Falcón, que acababa de llegar
para decirme que mi Joaquina, mi novia, toda mi esperanza de dicha y
ventura sobre la tierra, ¡había muerto el día anterior en Santa
Águeda! El desgraciado padre se lo había telegrafiado a Falcón
para que me lo dijese... ¡a mí, que debí haberlo adivinado una
hora antes, al encontrarme al demonio de mi vida! ¿Comprendes ahora
que necesito matar a la enemiga innata de mi felicidad, a esa inmunda
vieja, que es como el sarcasmo viviente de mi destino?
Pero ¿qué digo
matar? ¿Es mujer? ¿Es criatura humana? ¿Por qué la he presentido
desde que nací? ¿Por qué me reconoció al verme? ¿Por qué no se
me presenta sino cuando me ha sucedido alguna gran desdicha? ¿Es
Satanás? ¿Es la Muerte? ¿Es la Vida? ¿Es el Anticristo? ¿Quién
es? ¿Qué es?...
5. - V -
-Os hago gracia,
mis queridos amigos -continuó Gabriel-, de las reflexiones y
argumentos que emplearía yo para ver de tranquilizar a Telesforo;
pues son los mismos, mismísimos, que estáis vosotros preparando
ahora para demostrarme que en mi historia no pasa nada sobrenatural o
sobrehumano... Vosotros diréis que mi amigo estaba medio loco; que
lo estuvo siempre; que, cuando menos, padecía la enfermedad moral
llamada por unos terror pánico y por otros delirio emotivo ; que,
aun siendo verdad todo lo que refería acerca de la mujer alta,
habría que atribuirlo a coincidencias casuales de fechas y
accidentes; y, en fin, que aquella pobre vieja podía también estar
loca, o ser una ratera o una mendiga, o una zurcidora de voluntades,
como se dijo a sí propio el héroe de mi cuento en un intervalo de
lucidez y buen sentido...
-¡Admirable
suposición! -exclamaron los camaradas de Gabriel en variedad de
formas-. ¡Eso mismo íbamos a contestarte nosotros!
-Pues escuchad
todavía unos momentos y veréis que yo me equivoqué entonces, como
vosotros os equivocáis ahora. ¡El que desgraciadamente no se
equivocó nunca fue Telesforo! ¡Ah! ¡Es mucho más fácil
pronunciar la palabra locura que hallar explicación a ciertas cosas
que pasan en la Tierra!
-¡Habla! ¡Habla!
-Voy allá; y esta
vez, por ser ya la última, reanudaré el hilo de mi historia sin
beberme antes un vaso de vino.
6. - VI -
A los pocos días
de aquella conversación con Telesforo, fui destinado a la provincia
de Albacete en mi calidad de ingeniero de Montes; y no habían
transcurrido muchas semanas cuando supe, por un contratista de obras
públicas, que mi infeliz amigo había sido atacado de una horrorosa
ictericia; que estaba enteramente verde, postrado en un sillón, sin
trabajar ni querer ver a nadie, llorando de día y de noche con
inconsolable amargura, y que los médicos no tenían ya esperanza
alguna de salvarlo. Comprendí entonces por qué no contestaba a mis
cartas, y hube de reducirme a pedir noticias suyas al coronel Falcón,
que cada vez me las daba mas desfavorables y tristes...
Después de cinco
meses de ausencia, regresé a Madrid el mismo día que llegó el
parte telegráfico de la batalla de Tetuán. Me acuerdo como de lo
que hice ayer. Aquella noche compré la indispensable Correspondencia
de España , y lo primero que leí en ella fue la noticia de que
Telesforo había fallecido y la invitación a su entierro para la
mañana siguiente.
Comprenderéis que
no falté a la triste ceremonia. Al llegar al cementerio de San Luis,
adonde fui en uno de los coches más próximos al carro fúnebre,
llamó mi atención una mujer del pueblo, vieja, y muy alta, que se
reía impíamente al ver bajar el féretro, y que luego se colocó en
ademán de triunfo delante de los enterradores, señalándoles con un
abanico muy pequeño la galería que debían seguir para llegar a la
abierta y ansiosa tumba...
A la primera
ojeada reconocí, con asombro y pavura, que era la implacable enemiga
de Telesforo, tal y como él me la había retratado, con su enorme
nariz, con sus infernales ojos, con su asquerosa mella, con su
pañolejo de percal y con aquel diminuto abanico, que parecía en sus
manos el cetro del impudor y de la mofa...
Instantáneamente
reparó en que yo la miraba, y fijó en mí la vista de un modo
particular como reconociéndome, como dándose cuenta de que yo la
reconocía, como enterada de que el difunto me había contado las
escenas de la calle de Jardines y de la del Lobo, como desafiándome,
como declarándome heredero del odio que había profesado a mi
infortunado amigo...
Confieso que
entonces mi miedo fue superior a la maravilla que me causaban
aquellas nuevas coincidencias o casualidades . Veía patente que
alguna relación sobrenatural anterior a la vida terrena había
existido entre la misteriosa vieja y Telesforo; pero en tal momento
solo me preocupaba mi propia vida, mi propia alma, mi propia ventura,
que correrían peligro si llegaba a heredar semejante infortunio...
La mujer alta se
echó a reír, y me señaló ignominiosamente con el abanico, cual si
hubiese leído en mi pensamiento y denunciase al público mi
cobardía... Yo tuve que apoyarme en el brazo de un amigo para no
caer al suelo, y entonces ella hizo un ademán compasivo o desdeñoso,
giró sobre los talones y penetró en el campo santo con la cabeza
vuelta hacia mí, abanicándose y saludándome a un propio tiempo, y
contoneándose entre los muertos con no sé qué infernal coquetería,
hasta que, por último, desapareció para siempre en aquel laberinto
de patios y columnatas llenos de tumbas...
Y digo para
siempre , porque han pasado quince años y no he vuelto a verla... Si
era criatura humana, ya debe de haber muerto, y si no lo era, tengo
la seguridad de que me ha desdeñado...
¡Conque vamos a
cuentas! ¡Decidme vuestra opinión acerca de tan curiosos hechos!
¿Los consideráis todavía naturales?
Ocioso fuera que
yo, el autor del cuento o historia que acabáis de leer, estampase
aquí las contestaciones que dieron a Gabriel sus compañeros y
amigos, puesto que, al fin y a la postre, cada lector habrá de
juzgar el caso según sus propias sensaciones y creencias...
Prefiero, por
consiguiente, hacer punto final en este párrafo, no sin dirigir el
más cariñoso y expresivo saludo a cinco de los seis expedicionarios
que pasaron juntos aquel inolvidable día en las frondosas cumbres
del Guadarrama.
Valdemoro, 25 de
agosto de 1881.
¡Adiós,
Cordera!
Leopoldo Alas (Clarín)
Leopoldo Alas (Clarín)
Eran tres:
¡siempre los tres! Rosa, Pinín y la Cordera.
El prao Somonte
era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una
colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el
inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un
palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con
sus jícaras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda,
representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido,
misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de
pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste
tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de
aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco,
fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de
abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca
llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras
que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del
misterio sagrado, le acometía un pánico de respeto, y se dejaba
resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped.
Rosa, menos audaz,
pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el
oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora,
pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento
arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre.
Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que,
aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran
para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por
los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo
ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá,
tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le
importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su
timbre y su misterio.
La Cordera, mucho
más formal que sus compañeros, verdad es que, relativamente, de
edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación
con el mundo civilizado. y miraba de lejos el palo del telégrafo
como lo que era para ella, efectivamente, como cosa muerta, inútil,
que no le servía siquiera para rascarse. Era una vaca que había
vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía
aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de
vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien
alimenta el alma, que también tienen los brutos; y si no fuera
profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca
matrona, llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a
las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio.
Asistía a los
juegos de los pastorcicos encargados de llindarla1, como una abuela.
Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por
misión en el prado cuidar de que ella, la Cordera, no se
extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a
la heredad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de
meter!
Pastar de cuando
en cuando, no mucho, cada día menos, pero con atención, sin perder
el tiempo en levantar la cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin
vacilar los mejores bocados, y, después, sentarse sobre el cuarto
trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el deleite del no
padecer, del dejarse existir: esto era lo que ella tenía que hacer,
y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le
había picado la mosca.
“El xatu (el
toro), los saltos locos por las praderas adelante... ¡todo eso
estaba tan lejos!”
Aquella paz sólo se había
turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril.
La primera vez que la Cordera vio pasar el tren, se volvió loca.
Saltó la sebe de lo más alto del Somonte, corrió por prados
ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose, más o menos
violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina.
Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando
llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe
que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse en pie y a
mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable monstruo; más
adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y
desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera.
En Pinín y Rosa
la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y
persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de
miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía
prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue
un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó
mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha
vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro,
que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes
desconocidas, extrañas.
Pero telégrafo,
ferrocarril, todo eso, era lo de menos: un accidente pasajero que se
ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el prao Somonte. Desde allí
no se veía vivienda humana; allí no llegaban ruidos del mundo más
que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol a
veces, entre el zumbar de los insectos, la vaca y los niños
esperaban la proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego,
tardes eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado,
hasta venir la noche, con el lucero vespertino por testigo mudo en la
altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los
árboles y de las peñas en la loma y en la cañada, se acostaban los
pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas en lo más oscuro del
cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón
de Chinta, teñida el alma de la dulce serenidad soñadora de la
solemne y seria Naturaleza, callaban horas y horas, después de sus
juegos, nunca muy estrepitosos, sentados cerca de la Cordera, que
acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un blando son
de perezosa esquila.
En este silencio,
en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos
como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, con
escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, de cuanto los
separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca abuela, grande,
amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La Cordera recordaría a
un poeta la zacala del Ramayana, la vaca santa; tenía en la amplitud
de sus formas, en la solemne serenidad de sus pausados y nobles
movimientos, aires y contornos de ídolo destronado, caído, contento
con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso.
La Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede
decirse que también quería a los gemelos encargados de apacentarla.
Era poco
expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus
juegos ella les servía de almohada, de escondite, de montura, y para
otras cosas que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba
tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo.
En tiempos
difíciles, Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los imposibles
de solicitud y cuidado. No siempre Antón de Chinta había tenido el
prado Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva. Años atrás,
la Cordera tenía que salir a la gramática, esto es, a apacentarse
como podía, a la buena ventura de los caminos y callejas de las
rapadas y escasas praderías del común, que tanto tenían de vía
pública como de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la
guiaban a los mejores altozanos, a los parajes más tranquilos y
menos esquilmados, y la libraban de las mil injurias a que están
expuestas las pobres reses que tienen que buscar su alimento en los
azares de un camino.
En los días de
hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba, y el narvaso2 para
estrar3 el lecho caliente de la vaca faltaba también, a Rosa y a
Pinín debía la Cordera mil industrias que le hacían más suave la
miseria. ¡Y qué decir de los tiempos heroicos del parto y la cría,
cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y regalo de
la nación4 y el interés de los Chintos, que consistía en robar a
las ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente
indispensable para que el ternero subsistiese! Rosa y Pinín, en tal
conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera, y en cuanto había
ocasión, a escondidas, soltaban el recental, que, ciego y como loco,
a testaradas contra todo, corría a buscar el amparo de la madre, que
le albergaba bajo su vientre, volviendo la cabeza agradecida y
solícita, diciendo, a su manera:
-Dejad a los niños
y a los recentales que vengan a mí.
Estos recuerdos,
estos lazos, son de los que no se olvidan.
Añádase a todo que la Cordera
tenía la mejor pasta de vaca sufrida del mundo. Cuando se veía
emparejada bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a la gamella5,
sabía someter su voluntad a la ajena, y horas y horas se la veía
con la cerviz inclinada, la cabeza torcida, en incómoda postura,
velando en pie mientras la pareja dormía en tierra.
* * *
Antón de Chinta
comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la
imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un corral
propio con dos yuntas por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros,
que eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, llegó a la
primera vaca, la Cordera, y no pasó de ahí; antes de poder comprar
la segunda se vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de
la casería que llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel pedazo
de sus entrañas, la Cordera, el amor de sus hijos. Chinta había
muerto a los dos años de tener la Cordera en casa. El establo y la
cama del matrimonio estaban pared por medio, llamando pared a un
tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz. La Chinta, musa de
la economía en aquel hogar miserable, había muerto mirando a la
vaca por un boquete del destrozado tabique de ramaje, señalándola
como salvación de la familia.
“Cuidadla, es
vuestro sustento”, parecían decir los ojos de la pobre moribunda,
que murió extenuada de hambre y de trabajo.
El amor de los
gemelos se había concentrado en la Cordera; el regazo, que tiene su
cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba al calor
de la vaca, en el establo, y allá, en el Somonte.
Todo esto lo
comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta necesaria
no había que decir palabra a los neños. Un sábado de julio, al ser
de día, de mal humor Antón, echó a andar hacia Gijón, llevando la
Cordera por delante, sin más atavío que el collar de esquila. Pinín
y Rosa dormían. Otros días había que despertarlos a azotes. El
padre los dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la
Cordera. “Sin duda, mio pá6 la había llevado al xatu.” No cabía
otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba de mala gana;
creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos acababa por
perderlos pronto, sin saber cómo ni cuándo.
Al oscurecer,
Antón y la Cordera entraban por la corrada7 mohínos, cansados y
cubiertos de polvo. El padre no dio explicaciones, pero los hijos
adivinaron el peligro.
No había vendido,
porque nadie había querido llegar al precio que a él se le había
puesto en la cabeza. Era excesivo: un sofisma del cariño. Pedía
mucho por la vaca para que nadie se atreviese a llevársela. Los que
se habían acercado a intentar fortuna se habían alejado pronto
echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y
desafío al que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él
se abroquelaba. Hasta el último momento del mercado estuvo Antón de
Chinta en el Humedal, dando plazo a la fatalidad. “No se dirá,
pensaba, que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la
Cordera en lo que vale.” Y, por fin, suspirando, si no satisfecho,
con cierto consuelo, volvió a emprender el camino por la carretera
de Candás adelante, entre la confusión y el ruido de cerdos y
novillos, bueyes y vacas, que los aldeanos de muchas parroquias del
contorno conducían con mayor o menor trabajo, según eran de antiguo
las relaciones entre dueños y bestias.
En el Natahoyo, en el cruce
de dos caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a quedarse sin
la Cordera; un vecino de Carrió que le había rondado todo el día
ofreciéndole pocos duros menos de los que pedía, le dio el último
ataque, algo borracho.
El de Carrió
subía, subía, luchando entre la codicia y el capricho de llevar la
vaca. Antón, como una roca. Llegaron a tener las manos enlazadas,
parados en medio de la carretera, interrumpiendo el paso... Por fin,
la codicia pudo más; el pico de los cincuenta los separó como un
abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por su lado; Amón,
por una calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y
zarzamoras en flor, le condujo hasta su casa.
* * *
Desde aquel día
en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron. A media
semana se personó el mayordomo en el corral de Antón. Era otro
aldeano de la misma parroquia, de malas pulgas, cruel con los caseros
atrasados. Antón, que no admitía reprimendas, se puso lívido ante
las amenazas de desahucio.
El amo no esperaba
más. Bueno, vendería la vaca a vil precio, por una merienda. Había
que pagar o quedarse en la calle.
Al sábado
inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba
con horror a los contratistas de carnes, que eran los tiranos del
mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio por un rematante
de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo
de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás
caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños.
Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que
inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo.
“¡Se iba la
vieja!” -pensaba con el alma destrozada Antón el huraño.
“Ella ser, era
una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela.”
Aquellos días en
el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre. La
Cordera, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como siempre,
sub specie aeternitatis, como descansaría y comería un
minuto antes de que el brutal porrazo la derribase muerta. Pero Rosa
y Pinín yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en
adelante. Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del
telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por un
lado, y por otro el que les llevaba su Cordera.
El viernes, al
oscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del rematante de
Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y el
comisionado, y se sacó a la quintana la Cordera. Antón había
apurado la botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el
bolsillo le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba mucho,
alababa las excelencias de la vaca. El otro sonreía, porque las
alabanzas de Antón eran impertinentes. ¿Que daba la res tantos y
tantos xarros de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la
carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de estar reducida a
chuletas y otros bocados suculentos? Antón no quería imaginar esto;
se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada
de él y de sus hijos, pero viva, feliz... Pinín y Rosa, sentados
sobre el montón de cucho8, recuerdo para ellos sentimental de la
Cordera y de los propios afanes, unidos por las manos, miraban al
enemigo con ojos de espanto y en el supremo instante se arrojaron
sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de
ella. Antón, agotada de pronto la excitación del vino, cayó como
un marasmo; cruzó los brazos, y entró en el corral oscuro. Los
hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos, el
triste grupo del indiferente comisionado y la Cordera, que iba de
mala gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que
separarse. Antón, malhumorado clamaba desde casa:
-Bah, bah, neños,
acá vos digo; basta de pamemes. Así gritaba de lejos el padre con
voz de lágrimas.
Caía la noche;
por la calleja oscura que hacían casi negra los altos setos,
formando casi bóveda, se perdió el bulto de la Cordera, que parecía
negra de lejos. Después no quedó de ella más que el tintán
pausado de la esquila, desvanecido con la distancia, entre los
chirridos melancólicos de cigarras infinitas.
-¡Adiós,
Cordera! -gritaba Rosa deshecha en llanto-. ¡Adiós, Cordera de mío
alma!
-¡Adiós,
Cordera! -repetía Pinín, no más sereno.
-Adiós -contestó
por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su lamento triste,
resignado, entre los demás sonidos de la noche de julio en la aldea.
* * *
Al día siguiente,
muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa fueron al prao
Somonte. Aquella soledad no lo había sido nunca para ellos hasta
aquel día. El Somonte sin la Cordera parecía el desierto.
De repente silbó
la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado,
en unas estrechas ventanas altas o respiraderos, vislumbraron los
hermanos gemelos cabezas de vacas que, pasmadas, miraban por aquellos
tragaluces.
-¡Adiós,
Cordera! -gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela.
-¡Adiós,
Cordera! -vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al
tren, que volaba camino de Castilla.
Y, llorando,
repetía el rapaz, más enterado que su hermana de las picardías del
mundo:
-La llevan al
Matadero... Carne de vaca, para comer los señores, los curas... los
indianos.
-¡Adiós,
Cordera!
-¡Adiós,
Cordera!
Y Rosa y Pinín miraban con
rencor la vía, el telégrafo, los símbolos de aquel mundo enemigo,
que les arrebataba, que les devoraba a su compañera de tantas
soledades, de tantas ternuras silenciosas, para sus apetitos, para
convertirla en manjares de ricos glotones...
-¡Adiós,
Cordera!...
-¡Adiós,
Cordera!...
* * *
Pasaron muchos
años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el rey. Ardía la guerra
carlista. Antón de Chinta era casero de un cacique de los vencidos;
no hubo influencia para declarar inútil a Pinín, que, por ser, era
como un roble.
Y una tarde triste
de octubre, Rosa, en el prao Somonte sola, esperaba el paso del tren
correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su hermano.
Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la trinchera,
pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver
un instante en un coche de tercera multitud de cabezas de pobres
quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al
suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que
dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas de la patria
grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían,
Pinín, con medio
cuerpo fuera de una ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi
se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el estrépito de las ruedas y la
gritería de los reclutas la voz distinta de su hermano, que
sollozaba, exclamando, como inspirado por un recuerdo de dolor
lejano:
-¡Adiós,
Rosa!... ¡Adiós, Cordera!
-¡Adiós, Pinínl
¡Pinín de mío alma!...
“Allá iba, como
la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca
para los glotones, para los indianos; carne de su alma, carne de
cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas.”
Entre confusiones
de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana viendo el tren
perderse a lo lejos, silbando triste, con silbido que repercutían
los castaños, las vegas y los peñascos...
¡Qué sola se
quedaba! Ahora sí, ahora sí que era un desierto el prao Somonte.
-¡Adiós, Pinín!
¡Adiós, Cordera!
Con qué odio
miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los
alambres del telégrafo. ¡Oh!, bien hacía la Cordera en no
acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba
todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado
como un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las
entrañas del pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía
Rosa. Era canción de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte.
En las vibraciones
rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que
sollozaba por la vía adelante:
-¡Adiós, Rosa!
¡Adiós, Cordera!
FIN
Sebe:
Cercado de estacas altas.
Narvaso:
caña de maíz que sirve de alimento para el ganado vacuno.
Ramayana:
Epopeya india. Recuerda que para el hinduismo la vaca es un animal
sagrado.
De
nación: de nacimiento.
Sub
specie aeternitatis:
en o bajo una apariencia de eternidad.
prao:
prado llindar: lindar (llindarla> cuidar que la vaca no pasara
las lindes)
El
indulto.
Emilia Pardo Bazán
Emilia Pardo Bazán
De cuantas mujeres
enjabonaban ropa en el lavadero público de Marineda, ateridas por el
frío cruel de una mañana de marzo, Antonia la asistenta era la más
encorvada, la más abatida, la que torcía con menos brío, la que
refregaba con mayor desaliento. A veces, interrumpiendo su labor,
pasábase el dorso de la mano por los enrojecidos párpados, y las
gotas de agua y las burbujas de jabón parecían lágrimas sobre su
tez marchita.
Las compañeras de
trabajo de Antonia la miraban compasivamente, y de tiempo en tiempo,
entre la algarabía de las conversaciones y disputas, se cruzaba un
breve diálogo, a media voz, entretejido con exclamaciones de
asombro, indignación y lástima. Todo el lavadero sabía al dedillo
los males de la asistenta, y hallaba en ellos asunto para
interminables comentarios. Nadie ignoraba que la infeliz, casada con
un mozo carnicero, residía, años antes, en compañía de su madre y
de su marido, en un barrio extramuros, y que la familia vivía con
desahogo, gracias al asiduo trabajo de Antonia y a los cuartejos
ahorrados por la vieja en su antiguo oficio de revendedora,
baratillera y prestamista. Nadie había olvidado tampoco la lúgubre
tarde en que la vieja fue asesinada, encontrándose hecha astillas la
tapa del arcón donde guardaba sus caudales y ciertos pendientes y
brincos de oro. Nadie, tampoco, el horror que infundió en el público
la nueva de que el ladrón y asesino no era sino el marido de
Antonia, según esta misma declaraba, añadiendo que desde tiempo
atrás roía al criminal la codicia del dinero de su suegra, con el
cual deseaba establecer una tablajería suya propia. Sin embargo, el
acusado hizo por probar la coartada, valiéndose del testimonio de
dos o tres amigotes de taberna, y de tal modo envolvió el asunto,
que, en vez de ir al palo, salió con veinte años de cadena. No fue
tan indulgente la opinión como la ley: además de la declaración de
la esposa, había un indicio vehementísimo: la cuchillada que mató
a la vieja, cuchillada certera y limpia, asestada de arriba abajo,
como las que los matachines dan a los cerdos, con un cuchillo ancho y
afiladísimo, de cortar carne. Para el pueblo no cabía duda en que
el culpable debió subir al cadalso. Y el destino de Antonia comenzó
a infundir sagrado terror cuando fue esparciéndose el rumor de que
su marido «se la había jurado» para el día en que saliese del
presidio, por acusarle. La desdichada quedaba encinta, y el asesino
la dejó avisada de que, a su vuelta, se contase entre los difuntos.
Cuando nació el
hijo de Antonia, ésta no pudo criarlo, tal era su debilidad y
demacración y la frecuencia de las congojas que desde el crimen la
aquejaban. Y como no le permitía el estado de su bolsillo pagar ama,
las mujeres del barrio que tenían niños de pecho dieron de mamar
por turno a la criatura, que creció enclenque, resintiéndose de
todas las angustias de su madre. Un tanto repuesta ya, Antonia se
aplicó con ardor al trabajo, y aunque siempre tenían sus mejillas
esa azulada palidez que se observa en los enfermos del corazón,
recobró su silenciosa actividad, su aire apacible.
¡Veinte años de
cadena! En veinte años -pensaba ella para sus adentros-, él se
puede morir o me puedo morir yo, y de aquí allá, falta mucho
todavía.
La hipótesis de
la muerte natural no la asustaba, pero la espantaba imaginar
solamente que volvía su marido. En vano las cariñosas vecinas la
consolaban indicándole la esperanza remota de que el inicuo
parricida se arrepintiese, se enmendase, o, como decían ellas, «se
volviese de mejor idea». Meneaba Antonia la cabeza entonces,
murmurando sombríamente:
-¿Eso él? ¿De
mejor idea? Como no baje Dios del cielo en persona y le saque aquel
corazón perro y le ponga otro...
Y, al hablar del
criminal, un escalofrío corría por el cuerpo de Antonia.
En fin: veinte años tienen
muchos días, y el tiempo aplaca la pena más cruel. Algunas veces,
figurábasele a Antonia que todo lo ocurrido era un sueño, o que la
ancha boca del presidio, que se había tragado al culpable, no le
devolvería jamás; o que aquella ley que al cabo supo castigar el
primer crimen sabría prevenir el segundo. ¡La ley! Esa entidad
moral, de la cual se formaba Antonia un concepto misterioso y
confuso, era sin duda fuerza terrible, pero protectora; mano de
hierro que la sostendría al borde del abismo. Así es que a sus
ilimitados temores se unía una confianza indefinible, fundada sobre
todo en el tiempo transcurrido y en el que aún faltaba para
cumplirse la condena.
¡Singular enlace
el de los acontecimientos!
No creería de
seguro el rey, cuando vestido de capitán general y con el pecho
cargado de condecoraciones daba la mano ante el ara a una princesa,
que aquel acto solemne costaba amarguras sin cuenta a una pobre
asistenta, en lejana capital de provincia. Así que Antonia supo que
había recaído indulto en su esposo, no pronunció palabra, y la
vieron las vecinas sentada en el umbral de la puerta, con las manos
cruzadas, la cabeza caída sobre el pecho, mientras el niño, alzando
su cara triste de criatura enfermiza, gimoteaba:
-Mi madre...
¡Caliénteme la sopa, por Dios, que tengo hambre!
El coro benévolo
y cacareador de las vecinas rodeó a Antonia. Algunas se dedicaron a
arreglar la comida del niño; otras animaban a la madre del mejor
modo que sabían. ¡Era bien tonta en afligirse así! ¡Ave María
Purísima! ¡No parece sino que aquel hombrón no tenía más que
llegar y matarla! Había Gobierno, gracias a Dios, y Audiencia y
serenos; se podía acudir a los celadores, al alcalde...
-¡Qué alcalde!
-decía ella con hosca mirada y apagado acento.
-O al gobernador,
o al regente, o al jefe de municipales. Había que ir a un abogado,
saber lo que dispone la ley...
Una buena moza,
casada con un guardia civil, ofreció enviar a su marido para que le
«metiese un miedo» al picarón; otra, resuelta y morena, se brindó
a quedarse todas las noches a dormir en casa de la asistenta. En
suma, tales y tantas fueron las muestras de interés de la vecindad,
que Antonia se resolvió a intentar algo, y sin levantar la sesión,
acordóse consultar a un jurisperito, a ver qué recetaba.
Cuando Antonia
volvió de la consulta, más pálida que de costumbre, de cada
tenducho y de cada cuarto bajo salían mujeres en pelo a preguntarle
noticias, y se oían exclamaciones de horror. ¡La ley, en vez de
protegerla, obligaba a la hija de la víctima a vivir bajo el mismo
techo, maritalmente con el asesino!
-¡Qué leyes,
divino Señor de los cielos! ¡Así los bribones que las hacen las
aguantaran! -clamaba indignado el coro-. ¿Y no habrá algún
remedio, mujer, no habrá algún remedio?
-Dice que nos
podemos separar... después de una cosa que le llaman divorcio.
-¿Y qué es
divorcio, mujer?
-Un pleito muy
largo.
Todas dejaron caer
los brazos con desaliento: los pleitos no se acaban nunca, y peor aún
si se acaban, porque los pierde siempre el inocente y el pobre.
-Y para eso
-añadió la asistenta- tenía yo que probar antes que mi marido me
daba mal trato.
-¡Aquí de Dios!
¿Pues aquel tigre no le había matado a la madre? ¿Eso no era mal
trato? ¿Eh? ¿Y no sabían hasta los gatos que la tenía amenazada
con matarla también?
-Pero como nadie
lo oyó... Dice el abogado que se quieren pruebas claras...
Se armó una
especie de motín. Había mujeres determinadas a hacer, decían
ellas, una exposición al mismísimo rey, pidiendo contraindulto. Y,
por turno, dormían en casa de la asistenta, para que la pobre mujer
pudiese conciliar el sueño. Afortunadamente, el tercer día llegó
la noticia de que el indulto era temporal, y al presidiario aún le
quedaban algunos años de arrastrar el grillete. La noche que lo supo
Antonia fue la primera en que no se enderezó en la cama, con los
ojos desmesuradamente abiertos, pidiendo socorro.
Después de este
susto, pasó más de un año y la tranquilidad renació para la
asistenta, consagrada a sus humildes quehaceres. Un día, el criado
de la casa donde estaba asistiendo creyó hacer un favor a aquella
mujer pálida, que tenía su marido en presidio, participándole como
la reina iba a parir, y habría indulto, de fijo.
Fregaba la
asistenta los pisos, y al oír tales anuncios soltó el estropajo, y
descogiendo las sayas que traía arrolladas a la cintura, salió con
paso de autómata, muda y fría como una estatua. A los recados que
le enviaban de las casas respondía que estaba enferma, aunque en
realidad sólo experimentaba un anonadamiento general, un no
levantársele los brazos a labor alguna. El día del regio parto
contó los cañonazos de la salva, cuyo estampido le resonaba dentro
del cerebro, y como hubo quien le advirtió que el vástago real era
hembra, comenzó a esperar que un varón habría ocasionado más
indultos. Además, ¿Por qué le había de coger el indulto a su
marido? Ya le habían indultado una vez, y su crimen era horrendo;
¡matar a la indefensa vieja que no le hacía daño alguno, todo por
unas cuantas tristes monedas de oro! La terrible escena volvía a
presentarse ante sus ojos: ¿merecía indulto la fiera que asestó
aquella tremenda cuchillada? Antonia recordaba que la herida tenía
los labios blancos, y parecíale ver la sangre cuajada al pie del
catre.
Se encerró en su
casa, y pasaba las horas sentada en una silleta junto al fogón.
¡Bah! Si habían de matarla, mejor era dejarse morir!
Solo la voz
plañidera del niño la sacaba de su ensimismamiento.
-Mi madre, tengo
hambre. Mi madre, ¿qué hay en la puerta? ¿Quién viene?
Por último, una
hermosa mañana de sol se encogió de hombros, y tomando un lío de
ropa sucia, echó a andar camino del lavadero. A las preguntas
afectuosas respondía con lentos monosílabos, y sus ojos se posaban
con vago extravío en la espuma del jabón que le saltaba al rostro.
¿Quién trajo al
lavadero la inesperada nueva, cuando ya Antonia recogía su ropa
lavada y torcida e iba a retirarse? ¿Inventóla alguien con fin
caritativo, o fue uno de esos rumores misteriosos, de ignoto origen,
que en vísperas de acontecimientos grandes para los pueblos, o los
individuos, palpitan y susurran en el aire? Lo cierto es que la pobre
Antonia, al oírlo, se llevó instintivamente la mano al corazón, y
se dejó caer hacia atrás sobre las húmedas piedras del lavadero.
-Pero ¿de veras
murió? -preguntaban las madrugadoras a las recién llegadas.
-Sí, mujer...
-Yo lo oí en el
mercado...
-Yo, en la
tienda...,
-¿A ti quién te
lo dijo?
-A mí, mi marido.
-¿Y a tu marido?
-El asistente del
capitán.
-¿Y al asistente?
-Su amo...
Aquí ya la
autoridad pareció suficiente y nadie quiso averiguar más, sino dar
por firme y valedera la noticia. ¡Muerto el criminal, en víspera de
indulto, antes de cumplir el plazo de su castigo! Antonia la
asistenta alzó la cabeza y por primera vez se tiñeron sus mejillas
de un sano color y se abrió la fuente de sus lágrimas. Lloraba de
gozo, y nadie de los que la miraban se escandalizó. Ella era la
indultada; su alegría, justa. Las lágrimas se agolpaban a sus
lagrimales, dilatándole el corazón, porque desde el crimen se había
«quedado cortada», es decir, sin llanto. Ahora respiraba
anchamente, libre de su pesadilla. Andaba tanto la mano de la
Providencia en lo ocurrido que a la asistenta no le cruzó por la
imaginación que podía ser falsa la nueva.
Aquella noche,
Antonia se retiró a su cama más tarde que de costumbre, porque fue
a buscar a su hijo a la escuela de párvulos, y le compró rosquillas
de «jinete», con otras golosinas que el chico deseaba hacía
tiempo, y ambos recorrieron las calles, parándose ante los
escaparates, sin ganas de comer, sin pensar más que en beber el
aire, en sentir la vida y en volver a tomar posesión de ella.
Tal era el
enajenamiento de Antonia, que ni reparó en que la puerta de su
cuarto bajo no estaba sino entornada. Sin soltar de la mano al niño
entró en la reducida estancia que le servía de sala, cocina y
comedor, y retrocedió atónita viendo encendido el candil. Un bulto
negro se levantó de la mesa, y el grito que subía a los labios de
la asistenta se ahogó en la garganta.
Era él. Antonia,
inmóvil, clavada al suelo, no le veía ya, aunque la siniestra
imagen se reflejaba en sus dilatadas pupilas. Su cuerpo yerto sufría
una parálisis momentánea; sus manos frías soltaron al niño, que,
aterrado, se le cogió a las faldas. El marido habló.
-¡Mal contabas
conmigo ahora! -murmuró con acento ronco, pero tranquilo.
Y al sonido de
aquella voz donde Antonia creía oír vibrar aún las maldiciones y
las amenazas de muerte, la pobre mujer, como desencantada, despertó,
exhaló un ¡ay! agudísimo, y cogiendo a su hijo en brazos, echó a
correr hacia la puerta.
El hombre se
interpuso.
-¡Eh..., chst!
¿Adónde vamos, patrona? -silabeó con su ironía de presidiario-.
¿A alborotar el barrio a estas horas? ¡Quieto aquí todo el mundo!
Las últimas
palabras fueron dichas sin que las acompañase ningún ademán
agresivo, pero con un tono que heló la sangre de Antonia. Sin
embargo, su primer estupor se convertía en fiebre, la fiebre lúcida
del instinto de conservación. Una idea rápida cruzó por su mente:
ampararse del niño. ¡Su padre no le conocía; pero, al fin, era su
padre! Levantóle en alto y le acercó a la luz.
-¿Ese es el
chiquillo? -murmuró el presidiario, y descolgando el candil llególo
al rostro del chico.
Éste guiñaba los
ojos, deslumbrado, y ponía las manos delante de la cara, como para
defenderse de aquel padre desconocido, cuyo nombre oía pronunciar
con terror y reprobación universal. Apretábase a su madre, y ésta,
nerviosamente, le apretaba también, con el rostro más blanco que la
cera.
-¡Qué chiquillo
tan feo! -gruñó el padre, colgando de nuevo el candil-. Parece que
lo chuparon las brujas.
Antonia sin soltar
al niño, se arrimó a la pared, pues desfallecía. La habitación le
daba vueltas alrededor, y veía lucecitas azules en el aire.
-A ver: ¿No hay
nada de comer aquí? -pronunció el marido.
Antonia sentó al
niño en un rincón, en el suelo, y mientras la criatura lloraba de
miedo, conteniendo los sollozos, la madre comenzó a dar vueltas por
el cuarto, y cubrió la mesa con manos temblorosas. Sacó pan, una
botella de vino, retiró del hogar una cazuela de bacalao, y se
esmeraba sirviendo diligentemente, para aplacar al enemigo con su
celo. Sentóse el presidiario y empezó a comer con voracidad,
menudeando los tragos de vino. Ella permanecía de pie, mirando,
fascinada, aquel rostro curtido, afeitado y seco que relucía con
este barniz especial del presidio. Él llenó el vaso una vez más y
la convidó.
-No tengo
voluntad... -balbució Antonia: y el vino, al reflejo del candil, se
le figuraba un coágulo de sangre.
Él lo despachó
encogiéndose de hombros, y se puso en el plato más bacalao, que
engulló ávidamente, ayudándose con los dedos y mascando grandes
cortezas de pan. Su mujer le miraba hartarse, y una esperanza sutil
se introducía en su espíritu. Así que comiese, se marcharía sin
matarla. Ella, después, cerraría a cal y canto la puerta, y si
quería matarla entonces, el vecindario estaba despierto y oiría sus
gritos. ¡Solo que, probablemente, le sería imposible a ella gritar!
Y carraspeó para afianzar la voz. El marido, apenas se vio saciado
de comida, sacó del cinto un cigarro, lo picó con la uña y
encendió sosegadamente el pitillo en el candil.
-¡Chst!...
¿Adónde vamos? -gritó viendo que su mujer hacía un movimiento
disimulado hacia la puerta-. Tengamos la fiesta en paz.
-A acostar al
pequeño -contestó ella sin saber lo que decía. Y refugióse en la
habitación contigua llevando a su hijo en brazos. De seguro que el
asesino no entraría allí. ¿Cómo había de tener valor para tanto?
Era la habitación en que había cometido el crimen, el cuarto de su
madre. Pared por medio dormía antes el matrimonio; pero la miseria
que siguió a la muerte de la vieja obligó a Antonia a vender la
cama matrimonial y usar la de la difunta. Creyéndose en salvo,
empezaba a desnudar al niño, que ahora se atrevía a sollozar más
fuerte, apoyado en su seno; pero se abrió la puerta y entró el
presidiario.
Antonia le vio
echar una mirada oblicua en torno suyo, descalzarse con suma
tranquilidad, quitarse la faja, y, por último, acostarse en el lecho
de la víctima. La asistenta creía soñar. Si su marido abriese una
navaja, la asustaría menos quizá que mostrando tan horrible
sosiego. El se estiraba y revolvía en las sábanas, apurando la
colilla y suspirando de gusto, como hombre cansado que encuentra una
cama blanda y limpia.
-¿Y tú? -exclamó
dirigiéndose a Antonia-. ¿Qué haces ahí quieta como un poste? ¿No
te acuestas?
-Yo... no tengo
sueño -tartamudeó ella, dando diente con diente.
-¿Qué falta hace
tener sueño? ¡Si irás a pasar la noche de centinela!
-Ahí... ahí...,
no... cabemos... Duerme tú... Yo aquí, de cualquier modo...
Él soltó dos o
tres palabras gordas.
-¿Me tienes miedo
o asco, o qué rayo es esto? A ver cómo te acuestas, o si no...
Incorporóse el
marido, y extendiendo las manos, mostró querer saltar de la cama al
suelo. Mas ya Antonia, con la docilidad fatalista de la esclava,
empezaba a desnudarse. Sus dedos apresurados rompían las cintas,
arrancaban violentamente los corchetes, desgarraban las enaguas. En
un rincón del cuarto se oían los ahogados sollozos del niño...
Y el niño fue
quien, gritando desesperadamente llamó al amanecer a las vecinas que
encontraron a Antonia en la cama, extendida, como muerta. El médico
vino aprisa, y declaró que vivía, y la sangró, y no logró sacarle
gota de sangre. Falleció a las veinticuatro horas, de muerte
natural, pues no tenía lesión alguna. El niño aseguraba que el
hombre que había pasado allí la noche la llamó muchas veces al
levantarse, y viendo que no respondía echó a correr como un loco.
Mari
Belcha.
Pío Baroja
Pío Baroja
Cuando te quedas
sola a la puerta del negro caserío con tu hermanillo en brazos, ¿en
que piensas, Mari Belcha, al mirar los montes lejanos y el cielo
pálido?
Te llaman Mari
Belcha, María la Negra, porque naciste el día de los Reyes, no por
otra cosa; te llaman Mari Belcha, y eres blanca como los corderillos
cuando salen del lavadero, y rubia como las mieses doradas del
estío...
Cuando voy por
delante de tu casa en mi caballo te escondes al verme, te ocultas de
mí, del médico viejo que fue el primero en recibirte en sus brazos,
en aquella mañana fina en que naciste.
¡Si supieras cómo
la recuerdo! Esperábamos en la cocina, al lado de la lumbre. Tu
abuela, con las lágrimas en los ojos, calentaba las ropas que habías
de vestir y miraba el fuego pensativa; tus tíos, los de Aristondo,
hablaban del tiempo y de las cosechas; yo iba a ver a tu madre a cada
paso a la alcoba, una alcoba pequeña, de cuyo techo colgaban
trenzadas las mazorcas de maíz, y mientras tu madre gemía y el
buenazo de José Ramón, tu padre, la cuidaba, yo veía por las
ventanas el monte lleno de nieve y las bandadas de tordos que
cruzaban el aire.
Por fin, tras de
hacernos esperar a todos, viniste al mundo, llorando
desesperadamente. ¿Por qué lloran los hombres cuando nacen? ¿Será
que la nada, de donde llegan, es más dulce que la vida que se les
presenta?
Como te decía, te
presentaste chillando rabiosamente, y los Reyes, advertidos de tu
llegada, pusieron una moneda, un duro, en la gorrita que había de
cubrir tu cabeza. Quizá era el mismo que me habían dado en tu casa
por asistir a tu madre...
Y ahora te
escondes cuando paso, cuando paso con mi viejo caballo. ¡Ah! Pero yo
también te miro ocultándome entre los árboles; ¿y sabes por
qué?... Si te lo dijera, te reirías... Yo, el medicuzarra que
podría ser tu abuelo; sí, es verdad. Si te lo dijera, te reirías.
¡Me pareces tan
hermosa! Dicen que tu cara está morena por el sol, que tu pecho no
tiene relieve; quizá sea cierto; pero en cambio tus ojos tienen la
serenidad de las auroras tranquilas del otoño y tus labios el color
de las amapolas de los amarillos trigales.
Luego, eres buena
y cariñosa. Hace unos días, el martes que hubo feria, ¿te
acuerdas?, tus padres habían bajado al pueblo y tú paseabas por la
heredad con tu hermanillo en brazos.
El chico tenía
mal humor, tú querías distraerle y le enseñabas las vacas, la
Gorriya y la Beltza, que pastaban la hierba, resoplando con alegría,
corriendo pesadamente de un lado a otro, mientras azotaban las
piernas con sus largas colas.
Tú le decías al
condenado del chico: «Mira a la Gorriya.., a esa tonta.... con esos
cuernos.... pregúntale tú, maitia: ¿por qué cierras los ojos,
esos ojos tan grandes y tan tontos?... No muevas la cola.»
Y la Gorriya se
acercaba a ti y te miraba con su mirada triste de rumiante, y tendía
la cabeza para que acariciaras su rizada testuz.
Luego te acercabas
a la otra vaca, y señalándola con el dedo, decías: «Ésta es la
Beltza... Hum... qué negra... qué mala... A ésta no la queremos. A
la Gorriya sí».
Y el chico repitió
contigo: «A la Gorriya sí»; pero luego se acordó de que tenía
mal humor y empezó a llorar.
Y yo también
empecé a llorar no sé por qué. Verdad es que los viejos tenemos
dentro del pecho corazón de niño.
Y para callar a tu
hermano recurriste al perrillo alborotador, a las gallinas que
picoteaban en el suelo, precedidas del coquetón del gallo a los
estúpidos cerdos que corrían de un lado a otro.
Cuando el niño
callaba, te quedabas pensativa. Tus ojos miraban los montes azulados
de la lejanía, pero sin verlos; miraban las nubes blancas que
cruzaban el cielo pálido, las hojas secas que cubrían el monte, las
ramas descarnadas de los árboles, y, sin embargo, no veían nada.
Veían algo; pero
era en el interior del alma, en esas regiones misteriosas donde
brotan los amores y los sueños
Hoy, al pasar, te
he visto aún más preocupada. Sentada sobre un tronco de árbol, en
actitud de abandono, mascabas nerviosa una hoja de menta.
Dime, Mari Belcha,
¿en qué piensas al mirar los montes lejanos y el cielo pálido?
FIN
La
sima.
Pío Baroja
Pío Baroja
El paraje era
severo, de adusta severidad. En el término del horizonte, bajo el
cielo inflamado por nubes rojas, fundidas por los últimos rayos del
sol, se extendía la cadena de montañas de la sierra, como una
muralla azuladoplomiza, coronada en la cumbre por ingentes pedruscos
y veteada más abajo por blancas estrías de nieve.
El pastor y su
nieto apacentaban su rebaño de cabras en el monte, en la cima del
alto de las Pedrizas, donde se yergue como gigante centinela de
granito el pico de la Corneja.
El pastor llevaba
anguarina de paño amarillento sobre los hombros, zahones de cuero en
las rodillas, una montera de piel de cabra en la cabeza, y en la mano
negruzca, como la garra de un águila, sostenía un cayado blanco de
espino silvestre. Era hombre tosco y primitivo; sus mejillas, rugosas
como la corteza de una vieja encina, estaban en parte cubiertas por
la barba naciente no afeitada en varios días, blanquecina y sucia.
El zagal,
rubicundo y pecoso, correteaba seguido del mastín; hacía zumbar la
honda trazando círculos vertiginosos por encima de su cabeza y
contestaba alegre a las voces lejanas de los pastores y de los
vaqueros, con un grito estridente, como un relincho, terminando en
una nota clara, larga, argentina, carcajada burlona, repetida varias
veces por el eco de las montañas.
El pastor y su
nieto veían desde la cumbre del monte laderas y colinas sin árboles,
prados yermos, con manchas negras, redondas, de los matorrales de
retama y macizos violetas y morados de los tomillos y de los
cantuesos en flor...
En la hondonada
del monte, junto al lecho de una torrentera llena de hojas secas,
crecían arbolillos de follaje verde negruzco y matas de brezo, de
carrascas y de roble bajo.
Comenzaba a
anochecer, corría ligera brisa; el sol iba ocultándose tras de las
crestas de la montaña; sierpes y dragones rojizos nadaban por los
mares de azul nacarado del cielo, y, al retirarse el sol, las nubes
blanqueaban y perdían sus colores, y las sierpes y los dragones se
convertían en inmensos cocodrilos y gigantescos cetáceos. Los
montes se arrugaban ante la vista, y los valles y las hondonadas
parecían ensancharse y agrandarse a la luz del crepúsculo.
Se oía a lo lejos
el ruido de los cencerros de las vacas, que pasaban por la cañada, y
el ladrido de los perros, el ulular del aire; y todos esos rumores,
unidos a los murmullos indefinibles del campo, resonaban en la
inmensa desolación del paraje como voces misteriosas nacidas de la
soledad y del silencio.
-Volvamos,
muchacho -dijo el pastor-. El sol se esconde.
El zagal corrió
presuroso de un lado a otro, agitó sus brazos, enarboló su cayado,
golpeó el suelo, dio gritos y arrojó piedras, hasta que fue
reuniendo las cabras en una rinconada del monte. El viejo las puso en
orden; un macho cabrío, con un gran cencerro en el cuello, se
adelantó como guía, y el rebaño comenzó a bajar hacia el llano.
Al destacarse el tropel de cabras sobre la hierba, parecía oleada
negruzca, surcando un mar verdoso. Resonaba igual, acompasado, el
alegre campanilleo de las esquilas.
-¿Has visto,
zagal, si el macho cabrío de tía Remedios va en el rebaño?
-preguntó el pastor.
-Lo vide, abuelo
-repuso el muchacho.
-Hay que tener ojo
con ese animal, porque malos dimoños me lleven si no le tengo
malquerencia a esa bestia.
-Y eso, ¿por qué
vos pasa, abuelo?
-¿No sabes que la
tía Remedios tié fama de bruja en tó el lugar?
-¿Y eso será
verdad, abuelo?
-Así lo ha dicho
el sacristán la otra vegada que estuve en el lugar. Añaden que aoja
a las presonas y a las bestias y que da bebedizos. Diz que la veyeron
por los aires entre bandas de culebros.
El pastor siguió
contando lo que de la vieja decían en la aldea, y de este modo
departiendo con su nieto, bajaron ambos por el monte, de la senda a
la vereda, de la vereda al camino, hasta detenerse junto a la puerta
de un cercado. Veíase desde aquí hacia abajo la gran hondonada del
valle, a lo lejos brillaba la cinta de plata del río, junto a ella
adivinábase la aldea envuelta en neblinas; y a poca distancia, sobre
la falda de una montaña, se destacaban las ruinas del antiguo
castillo de los señores del pueblo.
-Abre el zarzo,
muchacho -gritó el pastor al zagal.
Éste retiró los
palos de la talanquera, y las cabras comenzaron a pasar por la puerta
del cercado, estrujándose unas con otras. Asustose en esto uno de
los animales, y, apartándose del camino, echó a correr monte abajo
velozmente.
-Corre, corre tras
él, muchacho -gritó el viejo, y luego azuzó al mastín, para que
persiguiera al animal huido.
-Anda, Lobo. Ves a
buscallo.
El mastín lanzó
un ladrido sordo, y partió como una flecha.
-¡Anda!
¡Alcánzale! -siguió gritando el pastor-. Anda ahí.
El macho cabrío
saltaba de piedra en piedra como una pelota de goma; a veces se
volvía a mirar para atrás, alto, erguido, con sus lanas negras y su
gran perilla diabólica. Se escondía entre los matorrales de zarza y
de retama, iba haciendo cabriolas y dando saltos.
El perro iba tras
él, ganaba terreno con dificultad; el zagal seguía a los dos,
comprendiendo que la persecución había de concluir pronto, pues la
parte abrupta del monte terminaba a poca distancia en un descampado
en cuesta. Al llegar allí, vio el zagal al macho cabrío, que corría
desesperadamente perseguido por el perro; luego le vio acercarse
sobre un montón de rocas y desaparecer entre ellas. Había cerca de
las rocas una cueva que, según algunos, era muy profunda, y,
sospechando que el animal se habría caído allí, el muchacho se
asomó a mirar por la boca de la caverna. Sobre un rellano, de la
pared de ésta, cubierto de matas, estaba el macho cabrío.
El zagal intentó
agarrarle por un cuerno, tendiéndose de bruces al borde de la
cavidad; pero viendo lo imposible del intento, volvió al lugar donde
se hallaba el pastor y le contó lo sucedido.
-¡Maldita bestia!
-murmuró el viejo-. Ahora volveremos, zagal. Habemos primero de
meter el rebaño en el redil.
Encerraron entre
los dos las cabras, y, después de hecho esto, el pastor y su nieto
bajaron hacia el descampado y se acercaron al borde de la sima. El
chivo seguía en pie sobre las matas. El perro le ladraba desde fuera
sordamente.
-Dadme vos la
mano, abuelo. Yo me abajaré -dijo el zagal.
-Cuidao, muchacho.
Tengo gran miedo de que te vayas a caer.
-Descuidad vos,
abuelo.
El zagal apartó
las malezas de la boca de la cueva, se sentó a la orilla, dio a
pulso una vuelta, hasta sostenerse con las manos en el borde mismo de
la oquedad, y resbaló con los pies por la pared de la misma, hasta
afianzarlos en uno de los tajos salientes de su entrada. Empujó el
cuerno de la bestia con una mano, y tiró de él. El animal, al verse
agarrado, dio tan tremenda sacudida hacia atrás, que perdió sus
pies; cayó, en su caída arrastró al muchacho hacia el fondo del
abismo. No se oyó ni un grito, ni una queja, ni el rumor más leve.
El viejo se asomó
a la boca de la caverna.
-¡Zagal, zagal!
-gritó, con desesperación.
Nada, no se oía
nada.
-¡Zagal! ¡Zagal!
Parecía oírse
mezclado con el murmullo del viento un balido doloroso que subía
desde el fondo de la caverna.
Loco, trastornado,
durante algunos instantes el pastor vacilaba en tomar una resolución;
luego se le ocurrió pedir socorro a los demás cabreros, y echó a
correr hacia el castillo.
Éste parecía
hallarse a un paso; pero estaba a media hora de camino, aun marchando
a campo traviesa; era un castillo ojival derruido, se levantaba sobre
el descampado de un monte; la penumbra ocultaba su devastación y su
ruina, y en el ambiente del crepúsculo parecía erguirse y tomar
proporciones fantásticas.
El viejo caminaba
jadeante. Iba avanzando la noche; el cielo se llenaba de estrellas;
un lucero brillaba con su luz de plata por encima de un monte, dulce
y soñadora pupila que contempla el valle.
El viejo, al
llegar junto al castillo, subió a él por una estrecha calzada;
atravesó la derruida escarpa, y por la gótica puerta entró en un
patio lleno de escombros, formado por cuatro paredones agrietados,
únicos restos de la antigua mansión señorial.
En el hueco de la
escalera de la torre, dentro de un cobertizo hecho con estacas y
paja, se veían a la luz de un candil humeante, diez o doce hombres,
rústicos pastores y cabreros agrupados en derredor de unos cuantos
tizones encendidos.
El viejo,
balbuceando, les contó lo que había pasado. Levantáronse los
hombres, cogió uno de ellos una soga del suelo y salieron del
castillo. Dirigidos por el viejo, fueron camino del descampado, en
donde se hallaba la cueva.
La coincidencia de
ser el macho cabrío de la vieja hechicera el que había arrastrado
al zagal al fondo de la cueva, tomaba en la imaginación de los
cabreros grandes y extrañas proporciones.
-¿Y si esa bestia
fuera el dimoño? -dijo uno.
-Bien podría ser
-repuso otro.
Todos se miraron,
espantados.
Se había
levantado la luna; densas nubes negras, como rebaños de seres
monstruosos, corrían por el cielo; oíase alborotado rumor de
esquilas; brillaban en la lejanía las hogueras de los pastores.
Llegaron al
descampado, y fueron acercándose a la sima con el corazón
palpitante. Encendió uno de ellos un brazado de ramas secas y lo
asomó a la boca de la caverna. El fuego iluminó las paredes
erizadas de tajos y de pedruscos; una nube de murciélagos
despavoridos se levantó y comenzó a revolotear en el aire.
-¿Quién abaja?
-preguntó el pastor, con voz apagada.
Todos vacilaron,
hasta que uno de los mozos indicó que bajaría él, ya que nadie se
prestaba. Se ató la soga por la cintura, le dieron una antorcha
encendida de ramas de abeto, que cogió en una mano, se acercó a la
sima y desapareció en ella. Los de arriba fueron bajándole poco a
poco; la caverna debía ser muy honda, porque se largaba cuerda, sin
que el mozo diera señal de haber llegado.
De repente, la
cuerda se agitó bruscamente, oyéronse gritos en el fondo del
agujero, comenzaron los de arriba a tirar de la soga, y subieron al
mozo más muerto que vivo. La antorcha en su mano estaba apagada.
-¿Qué viste?
¿Qué viste? -le preguntaron todos.
-Vide al diablo,
todo bermeyo, todo bermeyo.
El terror de éste
se comunicó a los demás cabreros.
-No abaja nadie
-murmuró, desolado, el pastor-. ¿Vais a dejar morir al pobre zagal?
-Ved, abuelo, que
ésta es una cueva del dimoño -dijo uno-. Abajad vos, si queréis.
El viejo se ató,
decidido, la cuerda a la cintura y se acercó al borde del negro
agujero.
Oyose en aquel
momento un murmullo vago y lejano, como la voz de un ser
sobrenatural. Las piernas del viejo vacilaron.
-No me atrevo...
Yo tampoco me atrevo -dijo, y comenzó a sollozar amargamente.
Los cabreros,
silenciosos, miraban sombríos al viejo. Al paso de los rebaños
hacia la aldea, los pastores que los guardaban acercábanse al grupo
formado alrededor de la sima, rezaban en silencio, se persignaban
varias veces y seguían su camino hacia el pueblo.
Se habían reunido
junto a los pastores mujeres y hombres, que cuchicheaban comentando
el suceso. Llenos todos de curiosidad, miraban la boca negra de la
caverna, y, absortos, oían el murmullo que escapaba de ella, vago,
lejano y misterioso.
Iba entrando la
noche. La gente permanecía allí, presa aún de la mayor curiosidad.
Oyose de pronto el
sonido de una campanilla, y la gente se dirigió hacia un lugar alto
para ver lo que era. Vieron al cura del pueblo que ascendía por el
monte acompañado del sacristán, a la luz de un farol que llevaba
este último. Un cabrero les había encontrado en el camino, y les
contó lo que pasaba. Al ver el viático, los hombres y las mujeres
encendieron antorchas y se arrodillaron todos. A la luz sangrienta de
las teas se vio al sacerdote acercarse hacia el abismo. El viejo
pastor lloraba con un hipo convulsivo. Con la cabeza inclinada hacia
el pecho, el cura empezó a rezar el oficio de difuntos;
contestábanle, murmurando a coro, hombres y mujeres, una triste
salmodia; chisporroteaban y crepitaban las teas humeantes, y a veces,
en un momento de silencio, se oía el quejido misterioso que escapaba
de la cueva, vago y lejano.
Concluidas las
oraciones, el cura se retiró, y tras él las mujeres y los hombres,
que iban sosteniendo al viejo para alejarle de aquel lugar maldito.
Y en tres días y
tres noches se oyeron lamentos y quejidos, vagos, lejanos y
misteriosos, que salían del fondo de la sima.
FIN
TRES
CUENTOS
Miguel de Unamuno
Miguel de Unamuno
Y VA DE
CUENTO...
A Miguel, el héroe
de mi cuento, habíanle pedido uno. ¿Héroe? ¡Héroe, sí! ¿Y por
qué? —preguntará el lector—. Pues primero, porque casi todos
los protagonistas de los cuentos yde los poemas deber ser héroes, y
ello por definición. ¿Por definición? ¡Sí! Y si no, véamoslo.
P.— ¿Qué es un
héroe?
R.— Uno que da
ocasión a que se pueda escribir sobre él un poema épico, un
epinicio, un epitafio, un cuento, un epigrama, o siquiera una
gacetilla o una mera frase. Aquiles es héroe porque le hizo tal
Homero, o quien fuese, al componer laIlíada. Somos, pues, los
escritores —¡oh noble sacerdocio!— los que para nuestro uso y
satisfacción hacemos los héroes, y no habría heroísmo si no
hubiese literatura. Eso de los héroes ignorados es una mandanga para
consuelo de simples. ¡Ser héroe es ser cantado!
Y, además, era
héroe el Miguel de mi cuento porque le habían pedido uno. Aquel a
quien se le pida un cuento es, por el hecho mismo de pedírselo, un
héroe, y el que se lo pide es otro héroe. Héroes los dos. Era,
pues, héroe mi Miguel, a quien le pidió Emilio un cuento, y era
héroe mi Emilio, que pidió el cuento a Miguel. Y así va avanzando
éste que escribo. Es decir, burla, burlando, van los dos delante. Y
mi héroe, delante de las blancas y agarbanzadas cuartillas, fijos en
ellas los ojos, la cabeza entre las palmas de las manos y de codos
sobre la mesilla de trabajo— y con esta descripción me parece que
el lector estará viéndole mucho mejor que si viniese ilustrado esto
—, se decía: «Y bien, ¿sobre qué escribo ahora yo el cuento que
se me pide? ¡Ahí es nada, escribir un cuento quien, como yo, no es
cuentista de profesión! Porque hay el novelista que escribe novelas,
una, dos, tres o más al año, y el hombre que las escribe cuando
ellas le vienen de suyo. ¡Y yo no soy un cuentista!...
Y no, el Miguel de
mi cuento no era un cuentista. Cuando por acaso los hacía,
sacábalos, o de algo que, visto u oído, habíale herido la
imaginación, o de lo más profundo de sus entrañas. Y esto de sacar
cuentos de lo hondo de las entrañas, esto de convertir en literatura
las más íntimas tormentas del espíritu, los más espirituales
dolores de la mente, ¡oh, en cuanto a esto!... En cuanto a esto, han
dicho tanto ya los poetas líricos de todos los tiempos y países,
que nos queda ya muy poco por decir.
Y luego los
cuentos de mi héroe tenían para el común de los lectores de
cuentos —los cuales forman una clase especial dentro de la general
de los lectores— un gravísimo inconveniente, cual es el de que en
ellos no había argumento, lo que se llama argumento.
Daba mucha más
importancia a las perlas que no al hilo en que van ensartadas, y para
el lector de cuentos lo importante es la hilación, así, con hache,
y no ilación, sin ella, como nos empeñamos en escribir los más o
menos latinistas que hemos dado en la flor de pensar y enseñar que
ese vocablo deriva de infero, fers, intuli, illatum. (No
olviden ustedes que soy catedrático, y de yo serlo comen mis hijos,
aunque alguna vez merienden de un cuento perdido.)
Y estoy a la
mitad de otro cuarteto.
Para el héroe de
mi cuento, el cuento no es sino un pretexto para observaciones más o
menos ingeniosas, rasgos de fantasía, paradojas, etc., etc. Y esto,
franca-mente, es rebajar la dignidad del cuento, que tiene un valor
sustantivo —creo que se dice así— en sí mismo y por sí mismo.
Miguel no creía que lo importante era el interés de la narración y
que el lector se fuese diciendo para sí mismo en cada momento de
ella: «Y ahora, ¿qué vendrá?», o bien: «¿Y cómo acabará
esto?». Sabía, además, que hay quien empieza una de esas novelas
enormemente interesantes, va a ver en las últimas páginas el
desenlace y ya no lee más.
Por lo cual creía
que una buena novela no debe tener desenlace, como no lo tiene, de
ordinario, la vida. O debe tener dos o más, expuestos a dos o más
columnas, y que el lector escoja entre ellos el que más le agrade.
Lo que es soberanamente arbitrario. Y mi este Miguel era de lo más
arbitrario que darse puede. En un buen cuento, lo más importante son
las situaciones y las transiciones. Sobre todo estas últimas. ¡Las
transiciones, oh! Y respecto a aquellas, es lo que decía el famoso
melodramaturgo d'Ennery: «En un drama (y quien dice drama dice
cuento), lo importante son las situaciones; componga usted una
situación patética y emocionante, e importa poco lo que en ella
digan los personajes, porque el público, cuando llora, no oye».
¡Qué profunda observación ésta de que el público, cuando llora,
no oye! Uno que había sido apuntador del gran actor Antonio Vico me
decía que, representando éste una vez La muerte civil, cuando entre
dos sillas hacía que se moría, y las señoras le miraban con los
gemelos para taparse con ellos las lágrimas y los caballeros hacían
que se sonaban para enjugárselas, el gran Vico, entre hipíos
estertóricos y en frases entrecortadas de agonía, estaba dando a
él, al apuntador, unos encargos para contaduría. ¡Lo que tiene el
saber hacer llorar!
Sí; el que en un
cuento, como en un drama, sabe hacer llorar o reír, puede en él
decir lo que se le antoje. El público, cuando llora o cuando se ríe
no se entera. Y el héroe de mi cuento tenía la perniciosa y
petulante manía de que el público —¡su público, claro está!—
se enterase de lo que él escribía. ¡Habráse visto pretensión
semejante!
Permítame el
lector que interrumpa un momento el hilo de la narración de mi
cuento, faltando al precepto literario de la impersonalidad del
cuentista (véase laCorrespondance de Flaubert, en cualquiera de sus
cinco volúmenes Oeuvres completes, París, Louis Conard,
libraire-éditeur, MDCCCXX), para protestar de esa pretensión
ridícula del héroe de mi cuento de que su público se interesa de
lo que él escribía. ¿Es que no sabía que la más de las personas
leen para no enterarse? ¡Harto tiene cada uno con sus propias penas
y sus propios pesares y cavilaciones para que vengan metiéndole
otros! Cuando yo, a la mañana, a la hora del chocolate, tomo el
periódico del día, es para distraerme, para pasar el rato. Y sabido
es el aforismo de aquel sabio granadino: «La cuestión es pasar el
rato»; a lo que otro sabio, bilbaíno éste, y que soy yo, añadió:
«Pero sin adquirir compromisos serios». Y no hay modo menos
comprometedor de pasar el rato que leer el periódico. Y si cojo una
novela o un cuento no es para que de reflejo suscite mis hondas
preocupaciones y mis penas, sino para que me distraiga de ellas. Y
por eso no me entero de lo que leo, y hasta leo para no enterarme...
Pero el héroe de
mi cuento era un petulante que quería escribir para que se
enterasen, y, es natural, así no puede ser, no le resultaba cuanto
escribía sino paradojas. ¿Que qué es esto de una paradoja? ¡Ah!,
yo no lo sé, pero tampoco lo saben los que hablan de ellas con
cierto desdén, más o menos fingido; pero nos entendemos, y basta. Y
precisamente el chiste de la paradoja, como el del humorismo, estriba
en que apenas hay quien hable de ellos y sepan lo que son. La
cuestión es pasar el rato, sí, pero sin adquirir compromisos
serios; y ¿qué serio compromiso se adquiere tildando a algo de
paradoja, sin saber lo que ella sea, o tachándolo de humorístico?
Yo, que, como el
héroe de mi cuento, soy también héroe y catedrático de griego, sé
lo que etimológicamente quiere decir eso de paradoja: de la
preposiónpara, que indica lateraildad, lo que va de lado o se
desvía, y doxa, opinión, y sé que entre paradoja y herejía apenas
hay diferencia; pero...
Pero ¿qué tiene
que ver todo esto con el cuento? Volvamos, pues, a él. Dejamos a
nuestro héroe —empezando siéndolo mío y ya es tuyo, lector
amigo, y mío; esto es, nuestro— de codos sobre la mesa, con los
ojos fijos en las blancas cuartillas, etc. (véase la precedente
descripción) y diciéndose: «Y bien, ¿sobre qué escribo yo
ahora?...».
Esto de ponerse a
escribir, no precisamente porque se haya encontrado asunto, sino para
encontrarlo, es una de las necesidades más terribles a que se ven
expuestos los escritores fabricantes de héroes, y héroes, por lo
tanto, ellos mismos. Porque, ¿cuál, sino el de hacer héroes, el de
cantarlos, es el supremo heroísmo? Como no sea que el héroe haga a
su hacedor, opinión que mantengo muy brillante y profundamente en mi
Vida de Don Quijote y Sancho, según Miguel de Cervantes
Saavedra, Madrid, librería de Fernando Fe, 19051 —y sirva esto, de
paso, como anuncio—, obra en que sostengo que fue Don Quijote el
que hizo a Cervantes y no éste a aquél. ¿Y a mí quien me ha
hecho, pues? En este caso, no cabe duda que el héroe de mi cuento.
Sí, yo no soy sino una fantasía del héroe de mi cuento.
¿Seguimos? Por
mí, lector amigo, hasta que usted quiera; pero me temo que esto se
convierta en el cuento de nunca acabar. Y así es el de la vida...
Aunque, ¡no!, ¡no!, el de la vida se acaba.
Aquí sería buena
ocasión, con este pretexto, de disertar sobre la brevedad de esta
vida perecedera y la vanidad de sus dichas, lo cual daría a este
cuento un cierto carácter moralizador que lo elevara sobre el nivel
de esos otros cuentos vulgares que sólo tiran a divertir. Porque el
arte debe ser edificante. Voy, por lo tanto, a acabar con una…
Moraleja. Todo se
acaba en este mundo miserable: hasta los cuentos y la paciencia de
los lectores. No sé, pues, abusar.
SOLITAÑA
Érase en
Artecalle, en Tendería o en otra cualquiera de las siete calles, una
tiendecita para aldeanos, a cuya puerta paraban muchas veces las
zamudianas con sus burros. El cuchitril daba a la angosta portalada,
y constreñía el acceso a la casa, un banquillo lleno de piezas de
tela, años rojos, azules, verdes, pardos, y de mil colores para
sayas y refajos ; colgaban sobre la achatada y contrahecha puerta,
pantalones, blusas azules , elásticos de punto abigarrados de azul y
rojo , fajas de vivísima púrpura pendientes de sus dos extremos ,
boinas y otros géneros, mecidos todos los colgajos por el viento del
Noroeste, que se filtraba por la calle como por un tubo, y formando a
la entrada como un arco que ahogaba a la puertecella. Las aldeanas
paraban en medio de la calle, hablaban, se acercaban, tocaban y
retocaban los géneros, hablaban otra vez, iban, se volvían,
entraban y pedían, regateaban, se iban, volvían a regatear y al
cabo se quedaban con el género. El mostrador, reluciente con el
brillo triste que da el roce, estaba atestado de piezas de tela;
sobre él, unas compuertas pendientes, que se levantaban para
sujetarlas al techo con unos ganchos, y servían para cerrar la
tienda y limitar el horizonte. Por dentro de la boca abierta de aquel
caleidoscopio, olor a lienzo y a humedad por todas partes, y en todos
los rincones, piezas, prendas de vestido, tela de tierra para camisas
de penitencia, montones de boinas, todo en desorden agradable, en el
suelo, sobre bancos y en estantes, y junto a una ventana que recibía
la luz opaca y triste del cantón, una mesilla con su tintero, y los
libros de don Roque. Era una tienda de género para la aldeanería.
Los sentidos frescos del hombre del pueblo gustan los choques vivos
de colorines chillones, buscan las alegres sinfonías del rojo con el
verde y el azul, y las carotas rojas de las mozas aldeanas parecen
arder sobre el pañuelo de grandes y abigarrados dibujos. En aquella
tienda se les ofrecía todo el género a la vista y al tacto, que es
lo que quiere el hombre que come con los ojos manos y boca. Nunca se
ha visto género más alegre, más chillón, y más frescamente
cálido, en la tienda más triste, más callada y más tibiamente
fría.
Junto a esta
tienda, a un lado, una zapatería con todo el género en filas, a la
vista del transeúnte; al otro lado, una confitería oliendo a cera.
Asomaba la cabeza por aquella cáscara cubierta de flores de trapo,
el caracol humano, húmedo, escondido y silencioso, que arrastra su
casita, paso a paso, con marcha imperceptible, dejando en el camino
un rastro viscoso, que brilla un momento y luego se borra.
Don Roque de
Aguirregoicoa y Aguirrebecua, por mal nombre Solitaña, era de por
ahí, de una de esas aldeas de chorierricos o cosa parecida, si es
que no era de hacia la parte de Arrigorriaga . No hay memoria de
cuándo vino a recalar en Bilbao, ni de cuándo había sido larva
joven, si es que lo fue en algún tiempo, ni sabía a punto cierto
cómo se casó, ni porqué se casó, aunque sabía cuándo, pues
desde entonces empezaba su vida. Se deduce a priori que le trajo de
la aldea algún tío para dedicarle a su tienda. Nariz larga, gruesa
y firme, el labio inferior saliente, ojos apagados a la sombra de
grandes cejas, afeitado cuidadosamente, más tarde calvo, manos
grandes y pies mayores. Al andar se balanceaba un poco.
Su mujer, Rufina
de Bengoecheabarri y Goicoechezarra, era también de por ahí, pero
aclimatada en Artecalle, una ardilla, una cotorra y lista como un
demonio. Domesticó a su marido, a quien quería por lo bueno. ¡Era
tan infeliz Solitaña! Un bendito de Dios, un ángel, manso como un
cordero, perseverante como un perro, paciente como un borrico.
El agua que
fecunda a un terreno, esteriliza a otro, y el viento húmedo que se
filtraba por la calle oscura, hizo fermentar y vigorizarse al
espíritu de doña Rufina, mientras aplanó y enmoheció al de don
Roque.
La casa en la que
estaba plantado don Roque era viejísima y con balcones de madera,
tenía la cara más cómicamente trágica que puede darse, sonreía
con la alegre puerta y lloraba con sus ventanas tristes. Era tan
húmeda que salía moho en las paredes.
Solitaña subía
todos los días la escalera estrecha y oscura, de ennegrecidas
barandillas, envuelta en efluvios de humedad picante, y la subía a
oscuras sin tropezarse ni equivocar un tramo donde otro se hubiera
roto la crisma, y mientras la subía lento e impasible, temblaba de
amor la escalera bajo sus pies, y la abrazaba entre sus sombras.
Para él, eran
todos los días iguales, e iguales todas las horas del día; se
levantaba a las seis, a las siete bajaba a la tienda, a la una comía,
cenaba a eso de las nueve, y a eso de las once se acostaba, se volvía
de espalda a su mujer, y, recogiéndose como el caracol, se disipaba
en el sueño.
En las grandes
profundidades del mar, viven felices las esponjas. Todos los días
rezaba el rosario, repetía las Avemarías como la cigarra y el mar
repite a todas horas el mismo himno. Sentía un voluptuoso cosquilleo
al llegar a los orá por nobis de la letanía; siempre, al Agnus,
tenían que advertirle que los orá por nobis habían dado fin;
seguía con ellos por fuerza de inercia; si algún día, por
extraordinario caso, no había rosario, dormía mal y con pesadillas.
Los domingos los rezaba en Santiago, y era para Solitaña goce
singular el oír medio amodorrado por la oscuridad del templo, que
otras voces gangosas repetían con él, a coro, orá por nobis, orá
por nobis. Los domingos, a la mañana, abría la tienda, hasta las
doce, y a la tarde, si no había función de la iglesia y el tiempo
estaba bueno, daban una vuelta por Begoña , donde rezaban una salve
y admiraban siempre las mismas cosas , siempre nuevas para aquél
bendito de Dios.
Volvía repitiendo
¡que hermosos aires se respiran desde allí!
Subían las
escaleras de Begoña, y un ciego, con tono lacrimoso y solemne:
—Considere, noble caballero, la triste oscuridad en que me veo...
La Virgen Santísima de Begoña os acompañe, noble caballero...
Solitaña sacaba dos cuartos y le pedía tres ochavos de vuelta. Más
adelante:
—Cuando
comparezcamos ante el tribunal supremo de la gloria...
Solitaña le daba
un ochavo. Luego una mejercita viva:
—Una limosna
piadoso caballero...
Otro ochavo. Más
allá, un viejo de larga barba, gafas azules, acurrucado en un
rincón, con un perro, y con la mano extendida .Otro, más adelante,
enseñando una pierna delgada, negra, untuosa y torcida, donde
posaban las moscas. Dos ochavos más .Un joven cojo pedía en
vascuence, y a éste Solitaña le daba un cuarto. Aquellos acentos
sacudían en el alma de don Roque su fondo yaciente, y sentía en
ella, olor a campo, verde como sus paños para sayas, brisas de
aldea, vaho de humo del caserío, gusto a borona. Era una evocación
que le hacía oír en el fondo de sí mismo, y como salidos de un
fonógrafo, cantos de mozas, chirridos de carros, mugidos de buey ,
cacareos de gallina , piar de pájaros, algo que reposaba formando
légamo en el fondo del caracol humano, como polvo amasado con la
humedad de la calle y de la casa .
Solitaña y el
mostrador de la tienda se entendían y se querían. Apoyando sus
brazos cruzados sobre él, contemplaba a los chiquillos que jugaban
en el regatón para desagüe, chapuzando los pies en el arroyuelo
sucio. De cuando en cuando, el chinel, adelantando alternativamente
las piernas, cruzaba el campo visual del hombre del mostrador, que le
veía sin mirarle y sacudía la cabeza para espantar alguna mosca.
Fue en cierta
ocasión como padrino a la boda de una sobrina —"a refrescar
un poco la cabeza —decía su mujer—, a estirar el cuerpo, siempre
metido aquí como un oso. Yo ya le digo: Roque, vete a dar un paseo,
toma el sol, hombre, toma el sol, y él, nada—." A los tres
días volvió diciendo que se aburría fuera de su tienda. El lo que
quería es encogerse y no estirarse; los estirones le causaban dolor
de cabeza y hacían que circulara por todas sus venas la humedad y la
sombra que reposaban en el fondo de su alma angelical, eran como los
movimientos para el reumático. —"Marrano, más que marrano
—le decía doña Rufina— pareces un topo—." Solitaña
sonreía. Otro de sus goces, además del de medir telas y los orá
por nobis, era oír a su mujer que le reñía ¡Qué buena era
Rufina!
Sin dejar de
atender a la conversación, de interesarse en su curso, pensando
siempre en lo último que había dicho el que había hablado el
último, se dirigía a los rincones de la tienda, servía lo que le
pedían, medía, recibía el dinero, lo contaba, daba la vuelta, y se
volvía a su puesto. En invierno había brasero, y por nada del mundo
dejaría Solitaña la badilla, que manejaba tan bien como la vara, y
con la cuál revolvía el fuego mientras los demás charlaban, y
luego, tendiendo los pies con deleite, dormitaba muchas veces al
arrullo de la charla .
Su mujer llevaba
la batuta, la emprendía contra los negros, lamentaba la situación
del Papa, preso en Roma por culpa de los liberales, ¡duro con ellos!
Ella era carlista porque sus padres lo habían sido, porque fue
carlista la leche que mamó, porque era carlista su calle, lo era la
sombra del cantón contiguo, y el aire húmedo que respiraban, y el
carlismo, apegado a los glóbulos de su sangre, rodaba por sus venas.
El viejo, siempre
tan guapo, se reía de esas cosas; tan alegres eran blancos como
negros, y en una limonada, nadie se acuerda de colores; por lo demás,
él bien sabía que sin religión y palo, no hay cosa derecha.
Hablaban de una
limonada:
—¡Qué
limonada! —decía el que vio los fusilamientos de Zurbano—,
¡pedazos de hielo como puños navegaban allí!... —Tendríais
sarbitos —interrumpió el viejo, siempre tan guapo— en la
limonada hasen falta sarbitos... Sin sarbitos, limonada fachuda, es
como tambolín sin chistu. Cuando están aquellos cachitos helaos que
hasen mal en los dientes, entonces...
—Unas tajaditas
de lengua no vienen mal...
—Sí, lengua
también; pero sobre todo sarbitos, que no falten los sarbitos...
Solitaña se
sonreía, arreglando el fuego con la badilla.
—A mí ya me
gusta también un poco merlusita en salsa...—volvió el otro.
—¿Con la
limonada?
—Cállate
hombre, no digas sinsorgadas... Tú estás tocao... ¿Merlusa en
salsa con la limonada? A ti solo se te ocurre... —Tú dirás lo que
quieras; pero pa’mí no hay como la merlusa..., la de Bermeo, se
entiende, nada de merlusa de Laredo, cada cosa de su paraje: sardinas
de Santurce, angulitas de la isla y merlusa de Bermeo...
—No haga usted
caso a eso —dijo el cura— yo he comido en Bermeo unas sardinas
que talmente chorreaban manteca, sin querer se les caía el
pellejo... Y estando en Deva, unas angulitas de Aguinaga que
¡vamos!...
—-Bueno, hombre,
pues, ¿qué digo yo?, cada cosa en su sitio y a su tiempo; luego los
caracoles, después el besugo... hisimos una caracolada poco antes de
entrar Zurbano, el año... —Ya te he dicho muchas veses —le
interrumpió el viejo siempre tan guapo— que tú no sabes ni coger,
ni arreglar los caracoles y, sobre todo, te vuelvo a decir y no le
des más vueltas, que con la limonada, sarbitos, y al que te diga
merlusa en salsa, le dises que es un arlote barragarri... Si me
vendrás a desir a mí...
—Y si a mí me
gusta en la limonada, merlusa en salsa...
—Entonses no
sabes comer como Dios manda.
—¿Qué no sé?
—Bueno, bueno
—interrumpió el cura para cortar la cuestión— ¿a que no saben
ustedes una cosa curiosa?
—¿Qué cosa?
—Que los
ingleses nunca comen sesos.
—Ya se conoce;
por eso están coloraos— dijo el viejo guapo—, porque en cambio
te sampan cada chuleta cruda, y te pescan cada sapalora...
—Esos
herejes...—empezó doña Rufina.
Y venía rodando
la conversación a los liberales.
Cuando los
contertulios se marchaban, cerraban la tienda, doña Rufina y su
marido; contaban el dinero cuidadosamente, sacando sus cuentas,
luego, con una vela encendida, registraban todos los rincones de la
tienda, miraban tras de las piezas, bajo el mostrador y los
banquillos, echaban la llave y se iban a dormir. Solitaña no
acostumbraba a soñar; su alma se hundía en el inmenso seno de la
inconciencia, arrullada por la lluvia menuda, o el violento granizo
que sacudía los vidrios de la ventana.
Al día siguiente
se levantaba como se había levantado el anterior, con más
regularidad que el sol, que adelanta y atrasa sus salidas, y bajaba a
la tienda en invierno, entre las sombras del crepúsculo matutino.
En Jueves Santo,
parecía revivir un poco el bendito caracol, se calaba levita negra,
guantes también negros, chistera negra, que guardaba desde el día
de la boda, e iba con un bastoncillo negro a pedir para la Soledad de
la negra capa. Luego en la procesión, la llevaba en hombros, y aquél
dulce peso era para él una delicia sólo comparable a una docena de
letanías con sus quinientos sesenta y dos orá por nobis.
¡Pobre ángel de
Dios, dormido en la carne! No hay que tenerle lástima, era padre, y
toda la humedad de su alma parecía evaporarse a la vista del
pequeño. ¿Besos?, ¡quiá! Esto en él era cosa rara, apenas se le
vio besar a su hijo, a quién quería, como buen padre, con delirio.
Vino el bombardeo,
se refugió la gente en las lonjas, y empezó la vida de familias
acuarteladas. Nada cambió para Solitaña, todo siguió lo mismo. La
campanada de bomba provocaba en él la reacción inconsciente de un
Avemaría, y la rezaba pensando en cualquier cosa .Veía pasar a los
chimberos de la otra guerra, como veía pasar al eterno chinel. Si el
proyectil caía cerca se retiraba adentro, y se tendía en el suelo
presa de una angustia indefinible. Durante todo el bombardeo no salió
de su cuchitril. La noche de San José temblaba en el colchón,
tendido sobre el suelo, ensartando Avemarías —"Si al cabo
entraran —decía doña Rufina— ya le haría yo pagar a ese negro
de don José María lo que nos debe."
Su hijo fue a
estudiar Medicina. La madre le acompañó a Valladolid; a su cargo
corría todo lo del chico. Cuando acabó la guerra, pensaron por un
momento dejar la tienda, pero Solitaña sin ella hubiera muerto de
fiebre, como un oso blanco transportado al África Ecuatorial.
Vino el terremoto
de los Osunas, y cuando las obligaciones bambolearon, crujió todo, y
cayeron entre ruinas de oro, familias enteras, se encontró Solitaña,
una mañana lluviosa y fría, con que aquél papel, era papel mojado,
y lo remojó con lágrimas. Bajó mustio a la tienda y siguió su
vida.
Su hijo se colocó
en una aldea, y aquél día dio don Roque un suspiro de satisfacción.
Murió su mujer, y el pobre hombre, al subir las escaleras que
temblaban bajo sus pies, y sentir la lluvia, que azotaba las
ventanas, lloraba en silencio con la cabeza hundida en la almohada.
Enfermó. Poco
antes de morir le llevaron el viático, y cuando el sacerdote empezó
la letanía, el pobre Solitaña , con la cabeza hundida en la
almohada , lanzaba con labios trémulos unos imperceptibles orá por
nobis, que se desvanecían lánguidamente en la alcoba, que estaba
entonces como ascua de oro y llena de tibio olor a cera. Murió. Su
hijo le lloró el tiempo que sus quehaceres y sus amores, le dejaron
libre. Quedó en el aire el hueco que al morir deja un mosquito, y el
alma de Solitaña voló a la montaña eterna, a pedir al Pastor, él,
que siempre había vivido a la sombra, que nos traiga buen sol para
hoy, para mañana, y para siempre. ¡Bienaventurados los mansos!
El miedo.
Ramón del Valle Inclán
Ramón del Valle Inclán
Ese largo y
angustioso escalofrío que parece mensajero de la muerte, el
verdadero escalofrío del miedo, sólo lo he sentido una vez. Fue
hace muchos años, en aquel hermoso tiempo de los mayorazgos,
cuando se hacía información de nobleza para ser militar. Yo
acababa de obtener los cordones de Caballero Cadete. Hubiera
preferido entrar en la Guardia de la Real Persona; pero mi madre
se oponía, y siguiendo la tradición familiar, fui granadero en
el Regimiento del Rey. No recuerdo con certeza los años que
hace, pero entonces apenas me apuntaba el bozo y hoy ando cerca
de ser un viejo caduco. Antes de entrar en el Regimiento mi madre
quiso echarme su bendición. La pobre señora vivía retirada en
el fondo de una aldea, donde estaba nuestro pazo solariego, y
allá fui sumiso y obediente. La misma tarde que llegué mandó
en busca del Prior de Brandeso para que viniese a confesarme en
la capilla del Pazo. Mis hermanas María Isabel y María
Fernanda, que eran unas niñas, bajaron a coger rosas al jardín,
y mi madre llenó con ellas los floreros del altar. Después me
llamó en voz baja para darme su devocionario y decirme que
hiciese examen de conciencia:
-Vete a la tribuna, hijo mío. Allí estarás mejor...
La tribuna señorial estaba al lado del Evangelio y comunicaba
con la biblioteca. La capilla era húmeda, tenebrosa, resonante.
Sobre el retablo campeaba el escudo concedido por ejecutorias de
los Reyes Católicos al señor de Bradomín, Pedro Aguiar de Tor,
llamado el Chivo y también el Viejo. Aquel caballero estaba
enterrado a la derecha del altar. El sepulcro tenía la estatua
orante de un guerrero. La lámpara del presbiterio alumbraba día
y noche ante el retablo, labrado como joyel de reyes. Los áureos
racimos de la vid evangélica parecían ofrecerse cargados de
fruto. El santo tutelar era aquel piadoso Rey Mago que ofreció
mirra al Niño Dios. Su túnica de seda bordada de oro brillaba
con el resplandor devoto de un milagro oriental. La luz de la
lámpara, entre las cadenas de plata, tenía tímido aleteo de
pájaro prisionero como si se afanase por volar hacia el Santo.
Mi madre quiso que fuesen sus manos las que dejasen aquella tarde
a los pies del Rey Mago los floreros cargados de rosas como
ofrenda de su alma devota. Después, acompañada de mis hermanas,
se arrodilló ante el altar. Yo, desde la tribuna, solamente oía
el murmullo de su voz, que guiaba moribunda las avemarías; pero
cuando a las niñas les tocaba responder, oía todas las palabras
rituales de la oración. La tarde agonizaba y los rezos resonaban
en la silenciosa oscuridad de la capilla, hondos, tristes y
augustos, como un eco de la Pasión. Yo me adormecía en la
tribuna. Las niñas fueron a sentarse en las gradas del altar.
Sus vestidos eran albos como el lino de los paños litúrgicos.
Ya sólo distinguía una sombra que rezaba bajo la lámpara del
presbiterio. Era mi madre, que sostenía entre sus manos un libro
abierto y leía con la cabeza inclinada. De tarde en tarde, el
viento mecía la cortina de un alto ventanal. Yo entonces veía
en el cielo, ya oscura, la faz de la luna, pálida y sobrenatural
como una diosa que tiene su altar en los bosques y en los
lagos...
Mi madre cerró el libro dando un suspiro, y de nuevo llamó a
las niñas. Vi pasar sus sombras blancas a través del
presbiterio y columbré que se arrodillaban a los lados de mi
madre. La luz de la lámpara temblaba con un débil resplandor
sobre las manos que volvían a sostener abierto el libro. En el
silencio la voz leía piadosa y lenta. Las niñas escuchaban. y
adiviné sus cabelleras sueltas sobre la albura del ropaje y
cayendo a los lados del rostro iguales, tristes, nazarenas.
Habíame adormecido, y de pronto me sobresaltaron los gritos de
mis hermanas. Miré y las vi en medio del presbiterio abrazadas a
mi madre. Gritaban despavoridas. Mi madre las asió de la mano y
huyeron las tres. Bajé presuroso. Iba a seguirlas y quedé
sobrecogido de terror. En el sepulcro del guerrero se
entrechocaban los huesos del esqueleto. Los cabellos se erizaron
en mi frente. La capilla había quedado en el mayor silencio, y
oíase distintamente el hueco y medroso rodar de la calavera
sobre su almohada de piedra. Tuve miedo como no lo he tenido
jamás, pero no quise que mi madre y mis hermanas me creyesen
cobarde, y permanecí inmóvil en medio del presbiterio, con los
ojos fijos en la puerta entreabierta. La luz de la lámpara
oscilaba. En lo alto mecíase la cortina de un ventanal, y las
nubes pasaban sobre la luna, y las estrellas se encendían y se
apagaban como nuestras vidas. De pronto, allá lejos, resonó
festivo ladrar de perros y música de cascabeles. Una voz grave y
eclesiástica llamaba:
-¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán...!
Era el Prior de Brandeso que llegaba para confesarme. Después oí
la voz de mi madre trémula y asustada, y percibí distintamente
la carrera retozona de los perros. La voz grave y eclesiástica
se elevaba lentamente, como un canto gregoriano:
-Ahora veremos qué ha sido ello... Cosa del otro mundo no lo es,
seguramente... ¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán...!
Y el Prior de Brandeso, precedido de sus lebreles, apareció en
la puerta de la capilla:
-¿Qué sucede, señor Granadero del Rey?
Yo repuse con voz ahogada:
-¡Señor Prior, he oído temblar el esqueleto dentro del
sepulcro...!
El Prior atravesó lentamente la capilla. Era un hombre arrogante
y erguido. En sus años juveniles también había sido Granadero
del Rey. Llegó hasta mí, sin recoger el vuelo de sus hábitos
blancos, y afirmándome una mano en el hombro y mirándome la faz
descolorida, pronunció gravemente:
-¡Que nunca pueda decir el Prior de Brandeso que ha visto
temblar a un Granadero del Rey...!
No levantó la mano de mi hombro, y permanecimos inmóviles,
contemplándonos sin hablar. En aquel silencio oímos rodar la
calavera del guerrero. La mano del Prior no tembló. A nuestro
lado los perros enderezaban las orejas con el cuello espeluznado.
De nuevo oímos rodar la calavera sobre su almohada de piedra. El
Prior se sacudió:
-¡Señor Granadero del Rey, hay que saber si son trasgos o
brujas!
Y se acercó al sepulcro y asió las dos anillas de bronce
empotradas en una de las losas, aquella que tenía el epitafio.
Me acerqué temblando. El Prior me miró sin despegar los labios.
Yo puse mi mano sobre la suya en una anilla y tiré. Lentamente
alzamos la piedra. El hueco, negro y frío, quedó ante nosotros.
Yo vi que la árida y amarillenta calavera aún se movía. El
Prior alargó un brazo dentro del sepulcro para cogerla. La
recibí temblando. Yo estaba en medio del presbiterio y la luz de
la lámpara caía sobre mis manos. Al fijar los ojos las sacudí
con horror. Tenía entre ellas un nido de culebras que se
desanillaron silbando, mientras la calavera rodaba por todas las
gradas del presbiterio. El Prior me miró con sus ojos de
guerrero que fulguraban bajo la capucha como bajo la visera de un
casco:
-Señor Granadero del Rey, no hay absolución ...¡Yo no absuelvo
a los cobardes!
Y con rudo empaque salió sin recoger el vuelo de sus blancos
hábitos talares. Las palabras del Prior de Brandeso resonaron
mucho tiempo en mis oídos. Resuenan aún. ¡Tal vez por ellas he
sabido más tarde sonreír a la muerte como a una mujer!
FIN
,
|
UNAMUNO.
CAPÍTULO XXXI
Aquella tempestad
del alma de Augusto terminó, como en terrible calma, en decisión de
suicidarse. Quería acabar consigo mismo, que era la fuente de sus
desdichas propias. Mas antes de llevar a cabo su propósito, como el
náufrago que se agarra a una débil tabla, ocurriósele consultarlo
conmigo, con el autor de todo este relato. Por entonces había leído
Augusto un ensayo mío en que, aunque de pasada, hablaba del
suicidio, y tal impresión pareció hacerle, así como otras cosas
que de mí había leído, que no quiso dejar este mundo sin haberme
conocido y platicado un rato conmigo. Emprendió, pues, un viaje acá,
a Salamanca, donde hace más de veinte años vivo, para visitarme.
Cuando me
anunciaron su visita sonreí enigmáticamente y le mandé pasar a mi
despacho-librería. Entró en él como un fantasma, miró a un
retrato mío al óleo que allí preside a los libros de mi librería,
y a una seña mía se sentó, frente a mí.
Empezó hablándome
de mis trabajos literarios y más o menos filosóficos, demostrando
conocerlos bastante bien, lo que no dejó, ¡claro está!, de
halagarme, y en seguida empezó a contarme su vida y sus desdichas.
Le atajé diciéndole que se ahorrase aquel trabajo, pues de las
vicisitudes de su vida sabía yo tanto como él, y se lo demostré
citándole los más íntimos pormenores y los que él creía más
secretos. Me miró con ojos de verdadero terror y como quien mira a
un ser increííble; creí notar que se le alteraba el color y traza
del semblante y que hasta temblaba. Le tenía yo fascinado.
––¡Parece
mentira! ––repetía––, ¡parece mentira! A no verlo no lo
creería... No sé si estoy despierto o soñando...
––Ni despierto
ni soñando ––le contesté.
––No me lo
explico... no me lo explico ––añadió––; mas puesto que
usted parece saber sobre mí tanto omo sé yo mismo, acaso adivine mi
propósito...
––Sí ––le
dije––, tú ––y recalqué este tú con un tono autoritario––,
tú, abrumado por tus desgracias, has concebido la diabólica idea de
suicidarte, y antes de hacerlo, movido por algo que has leído en uno
de mis últimos ensayos, vienes a consultármelo.
El pobre hombre
temblaba como un azogado, mirándome como un poseído miraría.
Intentó levantarse, acaso para huir de mí; no podía. No disponía
de sus fuerzas.
––¡No, no te
muevas! ––le ordené.
––Es que... es
que... ––balbuceó.
––Es que tú
no puedes suicidarte, aunque lo quieras.
––¿Cómo?
––exclamó al verse de tal modo negado y contradicho.
––Sí. Para
que uno se pueda matar a sí mismo, ¿qué es menester? ––le
pregunté.
––Que tenga
valor para hacerlo ––me contestó.
––No ––le
dije––, ¡que esté vivo!
––¡Desde
luego!
––¡Y tú no
estás vivo!
––¿Cómo que
no estoy vivo?, ¿es que me he muerto? ––y empezó, sin darse
clara cuenta de lo que hacía, a palparse a sí mismo.
––¡No,
hombre, no! ––le repliqué––. Te dije antes que no estabas ni
despierto ni dormido, y ahora te digo que no estás ni muerto ni
vivo.
––¡Acabe
usted de explicarse de una vez, por Dios!, ¡acabe de explicarse!
––me suplicó consternado––, porque son tales las cosas que
estoy viendo y oyendo esta tarde, que temo volverme loco.
––Pues bien;
la verdad es, querido Augusto ––le dije con la más dulce de mis
voces––, que no puedes matarte porque no estás vivo, y que no
estás vivo, ni tampoco muerto, porque no existes...
––¿Cómo que
no existo? ––––exclamó.
––No, no
existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más
que un producto de mi fantasía y de las de aquellos de mis lectores
que lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas he
escrito yo; tú no eres más que un personaje de novela, o de nivola,
o como quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto.
Al oír esto
quedóse el pobre hombre mirándome un rato con una de esas miradas
perforadoras que parecen atravesar la mira a ir más allá, miró
luego un momento a mi retrato al óleo que preside a mis libros, le
volvió el color y el aliento, fue recobrándose, se hizo dueño de
sí, apoyó los codos en mi camilla, a que estaba arrimado frente a
mí y, la cara en las palmas de las manos y mirándome con una
sonrisa en los ojos, me dijo lentamente:
––Mire usted
bien, don Miguel... no sea que esté usted equivocado y que ocurra
precisamente todo lo contrario de lo que usted se cree y me dice.
––Y ¿qué es
lo contrario? ––le pregunté alarmado de verle recobrar vida
propia.
––No sea, mi
querido don Miguel ––añadió––, que sea usted y no yo el
ente de ficción, el que no existe en realidad, ni vivo, ni muerto...
No sea que usted no pase de ser un pretexto para que mi historia
llegue al mundo...
––¡Eso más
faltaba! ––exclamé algo molesto.
––No se exalte
usted así, señor de Unamuno ––me replicó––, tenga calma.
Usted ha manifestado dudas sobre mi existencia...
––Dudas no
––le interrumpí––; certeza absoluta de que tú no existes
fuera de mi producción novelesca.
––Bueno, pues
no se incomode tanto si yo a mi vez dudo de la existencia de usted y
no de la mía propia. Vamos a cuentas: ¿no ha sido usted el que no
una sino varias veces ha dicho que don Quijote y Sancho son no ya tan
reales, sino más reales que Cervantes?
––No puedo
negarlo, pero mi sentido al decir eso era...
––Bueno,
dejémonos de esos sentires y vamos a otra cosa. Cuando un hombre
dormido a inerte en la cama sueña algo, ¿qué es lo que más
existe, él como conciencia que sueña, o su sueño?
––¿Y si sueña
que existe él mismo, el soñador? ––le repliqué a mi vez.
––En ese caso,
amigo don Miguel, le pregunto yo a mi vez, ¿de qué manera existe
él, como soñador que se sueña, o como soñado por sí mismo? Y
fíjese, además, en que al admitir esta discusión conmigo me
reconoce ya existencia independiente de sí.
––¡No, eso
no!, ¡eso no! ––le dije vivamente––. Yo necesito discutir,
sin discusión no vivo y sin contradicción, y cuando no hay fuera de
mí quien me discuta y contradiga invento dentro de mí quien lo
haga. Mis monólogos son diálogos.
––Y acaso los
diálogos que usted forje no sean más que monólogos...
––Puede ser.
Pero te digo y repito que tú no existes fuera de mí...
––Y yo vuelvo
a insinuarle a usted la idea de que es usted el que no existe fuera
de mí y de los demás personajes a quienes usted cree haber
inventado. Seguro estoy de que serían de mi opinión don Avito
Carrascal y el gran don Fulgencio...
––No mientes a
ese...
––Bueno,
basta, no le moteje usted. Y vamos a ver, ¿qué opina usted de mi
suicidio?
––Pues opino
que como tú no existes más que en mi fantasía, te lo repito, y
como no debes ni puedes hacer sino lo que a mí me dé la gana, y
como no me da la real gana de que te suicides, no te suicidarás. ¡Lo
dicho!
––Eso de no me
da la real gana, señor de Unamuno, es muy español, pero es muy feo.
Y además, aun suponiendo su peregrina teoría de que yo no existo de
veras y usted sí, de que yo no soy más que un ente de ficción,
producto de la fantasía novelesca o nivolesca de usted, aun en ese
caso yo no debo estar sometido a lo que llama usted su real gana, a
su capricho. Hasta los llamados entes de ficción tienen su lógica
interna...
––Sí, conozco
esa cantata.
––En efecto;
un novelista, un dramaturgo, no pueden hacer en absoluto lo que se
les antoje de un personaje que creen; un ente de ficción novelesca
no puede hacer, en buena ley de arte, lo que ningún lector esperaría
que hiciese...
––Un ser
novelesco tal vez...
––¿Entonces?
––Pero un ser
nivolesco...
––Dejemos esas
bufonadas que me ofenden y me hieren en lo más vivo. Yo, sea por mí
mismo, según creo, sea porque usted me lo ha dado, según supone
usted, tengo mi carácter, mi modo de ser, mi lógica interior, y
esta lógica me pide que me suicide...
––¡Eso te
creerás tú, pero te equivocas!
––A ver, ¿por
qué me equivoco?, ¿en qué me equivoco? Muéstreme usted en qué
está mi equivocación. Como la ciencia más difícil que hay es la
de conocerse uno a sí mismo, fácil es que esté yo equivocado y que
no sea el suicidio la solución más lógica de mis desventuras, pero
demuéstremelo usted. Porque si es difícil, amigo don Miguel, ese
conocimiento propio de sí mismo, hay otro conocimiento que me parece
no menos difícil que el...
––¿Cuál es?
––le pregunté.
Me miró con una
enigmática y socarrona sonrisa y lentamente me dijo:
––Pues más
difícil aún que el que uno se conozca a sí mismo es el que un
novelista o un autor dramático conozca bien a los personajes que
finge o cree fingir...
Empezaba yo a
estar inquieto con estas salidas de Augusto, y a perder mi paciencia.
––E insisto
––añadió–– en que aun concedido que usted me haya dado el
ser y un ser ficticio, no puede usted, así como así y porque sí,
porque le dé la real gana, como dice, impedirme que me suicide.
––¡Bueno,
basta!, ¡basta! ––exclamé dando un puñetazo en la camilla––
¡cállate!, ¡no quiero oír más impertinencias...! ¡Y de una
criatura mía! Y como ya me tienes harto y además no sé ya qué
hacer de ti, decido ahora mismo no ya que no te suicides, sino
matarte yo. ¡Vas a morir, pues, pero pronto! ¡Muy pronto!
––¿Cómo?
––exclamó Augusto sobresaltado––, ¿que me va usted a dejar
morir, a hacerme morir, a matarme?
––¡Sí, voy a
hacer que mueras!
––¡Ah, eso
nunca!, ¡nunca!, ¡nunca! ––gritó.
––¡Ah! ––le
dije mirándole con lástima y rabia––. ¿Conque estabas
dispuesto a matarte y no quieres que yo te mate? ¿Conque ibas a
quitarte la vida y te resistes a que te la quite yo?
––Sí, no es
lo mismo...
––En efecto,
he oído contar casos análogos. He oído de uno que salió una noche
armado de un revólver y dispuesto a quitarse la vida, salieron unos
ladrones a robarle, le atacaron, se defendió, mató a uno de ellos,
huyeron los demás, y al ver que había comprado su vida por la de
otro renunció a su propósito.
––Se comprende
––observó Augusto––; la cosa era quitar a alguien la vida,
matar un hombre, y ya que mató a otro, ¿a qué había de matarse?
Los más de los suicidas son homicidas frustrados; se matan a sí
mismos por falta de valor para matar a otros...
––¡Ah, ya, te
entiendo, Augusto, te entiendo! Tú quieres decir que si tuvieses
valor para matar a Eugenia o a Mauricio o a los dos no pensarías en
matarte a ti mismo, ¿eh?
––¡Mire
usted, precisamente a esos... no!
––¿A quién,
pues?
––¡A usted!
––y me miró a los ojos.
––¿Cómo?
––exclamé poniéndome en pie––, ¿cómo? Pero ¿se te ha
pasado por la imaginación matarme?, ¿tú?, ¿y a mí?
––Siéntese y
tenga calma. ¿O es que cree usted, amigo don Miguel, que sería el
primer caso en que un ente de ficción, como usted me llama, matara a
aquel a quien creyó darle ser... ficticio?
––¡Esto ya es
demasiado ––decía yo paseándome por mi despacho––, esto
pasa de la raya! Esto no sucede más que...
––Más que en
las nivolas ––concluyó él con sorna.
––¡Bueno,
basta!, ¡basta!, ¡basta! ¡Esto no se puede tolerar! ¡Vienes a
consultarme, a mí, y tú empiezas por discutirme mi propia
existencia, después el derecho que tengo a hacer de ti lo que me dé
la real gana, sí, así como suena, lo que me dé la real gana, lo
que me salga de...
––No sea usted
tan español, don Miguel...
––¡Y eso más,
mentecato! ¡Pues sí, soy español, español de nacimiento, de
educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión
y oficio; español sobre todo y ante todo, y el españolismo es mi
religión, y el cielo en que quiero creer es una España celestial y
eterna y mi Dios un Dios español, el de Nuestro Señor Don Quijote,
un Dios que piensa en español y en español dijo: ¡sea la luz!, y
su verbo fue verbo español...
––Bien, ¿y
qué? ––me interrumpió, volviéndome a la realidad.
––Y luego has
insinuado la idea de matarme. ¿Matarme?, ¿a mí?, ¿tú? ¡Morir yo
a manos de una de mis criaturas! No tolero más. Y para castigar tu
osadía y esas doctrinas disolventes, extravagantes, anárquicas, con
que te me has venido, resuelvo y fallo que te mueras. En cuanto
llegues a tu casa te morirás. ¡Te morirás, te lo digo, te morirás!
––Pero ¡por
Dios!... ––exclamó Augusto, ya suplicante y de miedo tembloroso
y pálido.
––No hay Dios
que valga. ¡Te morirás!
––Es que yo
quiero vivir, don Miguel, quiero vivir, quiero vivir...
––¿No
pensabas matarte?
––¡Oh, si es
por eso, yo le juro, señor de Unamuno, que no me mataré, que no me
quitaré esta vida que Dios o usted me han dado; se lo juro... Ahora
que usted quiere matarme quiero yo vivir, vivir, vivir...
––¡Vaya una
vida! ––exclamé.
––Sí, la que
sea. Quiero vivir, aunque vuelva a ser burlado, aunque otra Eugenia y
otro Mauricio me desgarren el corazón. Quiero vivir, vivir, vivir...
––No puede ser
ya... no puede ser...
––Quiero
vivir, vivir... y ser yo, yo, yo...
––Pero si tú
no eres sino lo que yo quiera...
––¡Quiero ser
yo, ser yo!, ¡quiero vivir! ––y le lloraba la voz.
––No puede
ser... no puede ser...
––Mire usted,
don Miguel, por sus hijos, por su mujer, por lo que más quiera...
Mire que usted no será usted... que se morirá.
Cayó a mis pies
de hinojos, suplicante y exclamando:
––¡Don
Miguel, por Dios, quiero vivir, quiero ser yo!
––¡No puede
ser, pobre Augusto ––le dije cogiéndole una mano y
levantándole––, no puede ser! Lo tengo ya escrito y es
irrevocable; no puedes vivir más. No sé qué hacer ya de ti. Dios,
cuando no sabe qué hacer de nosotros, nos mata. Y no se me olvida
que pasó por tu mente la idea de matarme...
––Pero si yo,
don Miguel...
––No importa;
sé lo que me digo. Y me temo que, en efecto, si no te mato pronto
acabes por matarme tú.
––Pero ¿no
quedamos en que...?
––No puede
ser, Augusto, no puede ser. Ha llegado tu hora. Está ya escrito y no
puedo volverme atrás. Te morirás. Para lo que ha de valerte ya la
vida...
––Pero... por
Dios...
––No hay pero
ni Dios que valgan. ¡Vete!
––¿Conque no,
eh? ––me dijo––, ¿conque no? No quiere usted dejarme ser yo,
salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme,
sentirme, dolerme, serme: ¿conque no lo quiere?, ¿conque he de
morir ente de ficción? Pues bien, mi señor creador don Miguel,
¡también usted se morirá, también usted, y se volverá a la nada
de que salió...! ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí,
se morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos
los que lean mi historia, todos, todos, todos sin quedar uno! ¡Entes
de ficción como yo; lo mismo que yo! Se morirán todos, todos,
todos. Os lo digo yo, Augusto Pérez, ente ficticio como vosotros,
nivolesco lo mismo que vosotros. Porque usted, mi creador, mi don
Miguel, no es usted más que otro ente nivolesco, y entes nivolescos
sus lectores, lo mismo que yo, que Augusto Pérez, que su víctima...
––¿Víctima?
––exclamé.
––¡Víctima,
sí! ¡Crearme para dejarme morir!, ¡usted también se morirá! El
que crea se crea y el que se crea se muere. ¡Morirá usted, don
Miguel, morirá usted, y morirán todos los que me piensen! ¡A
morir, pues!
Este supremo
esfuerzo de pasión de vida, de ansia de inmortalidad, le dejó
extenuado al pobre Augusto.
Y le empujé a la
puerta, por la que salió cabizbajo. Luego se tanteó como si dudase
ya de su propia existencia. Yo me enjugué una lágrima furtiva.
FIN
LAS NUBES
(Azorín)
(Azorín)
Calixto y Melibea
se casaron —como sabrá el lector si ha leído La Celestina— a
pocos días de ser descubiertas las rebozadas entrevistas que tenían
en el jardín. Se enamoró Calixto de la que después había de ser
su mujer un día que entró en la huerta de Melibea persiguiendo un
halcón. Hace de esto dieciocho años. Veintitrés tenía entonces
Calixto. Viven ahora marido y mujer en la casa solariega de Melibea;
una hija les nació, que lleva, como su abuela, el nombre de Alisa.
Desde la ancha solana que está a la puerta trasera de la casa se
abarca toda la huerta en que Melibea y Calixto pasaban sus dulces
coloquios de amor. La casa es ancha y rica; labrada escalera de
piedra arranca de la honda del zaguán. Luego, arriba, hay salones
vastos, apartadas y silenciosas camarillas, corredores penumbrosos
con una puertecilla de cuarterones en el fondo, que, como en Las
Meninas de Velázquez, deja ver un pedazo de luminoso patio. Un tapiz
de verdes ramas y piñas gualdas sobre un fondo bermejo cubre el piso
del salón principal; el salón, donde en cojines de seda puestos en
tierra se sientan las damas. Acá y allá destacan silloncitos de
cadera guarnecidos de cuero rojo o sillas de tijera can embutidas
mudéjares: un contador con cajonería de pintada y estofada talla,
guarda papeles y joyas; en el centro de la estancia, sobre la mesa de
nogal, con las patas y las chambranas talladas, con fiadores de
forjado hierro, reposa un linda juego de ajedrez con embutidos de
marfil, nácar y plata; en el alinde de un ancho espejo refléjanse
las figuras aguileñas sobre fondo de oro de una tabla colgada en la
pared frontal.
Todo es paz y
silencio en la casa. Melibea anda pasito por cámaras y corredores.
Lo observa todo, ocurre a todo. Los armarios están repletos de
nítida y bienoliente ropa, aromada por gruesos membrillos. En la
despensa, un rayo de sal hace fulgir la ringla de panzudas y
vidriadas orcitas talaveranas. En la cocina son espejos los
artefactos y cacharros de azófar que en la espetera cuelgan, y los
cántaros y alcarrazas obrados por la mano de curioso alcaller en los
alfares vecinos muestran bien ordenados su vientre redondo limpio y
rezumante. Todo lo previene y a todo ocurre la diligente Melibea; en
todo pone sus dulces ojos verdes. De tarde en tarde, en el silencio
de la casa, se escucha el lánguido y melodioso son de un
clavicordio: es Alisa que tañe. Otras veces, por los viales de la
huerta se ve escabullirse calladamente la figura alta y esbelta de
una moza: es Alisa que pasea entre los árboles.
La huerta es amena
y frondosa. Crecen las adelfas a par de los jazmineros; al pie de los
cipreses inmutables ponen los rosales la ofrenda fugaz —como la
vida— de sus rosas amarillas, blancas y bermejas. Tres colores
llenan los ojos en el jardín: el azul intenso del cielo, el blanco
de las paredes encaladas y el verde del boscaje. En el silencio se
oye —al igual de un diamante sobre un cristal— el chiar de las
golondrinas que cruzan raudas sobre el añil del firmamento. De la
taza de mármol de una fuente cae deshilachada, en una franja, el
agua. En el aire se respira un penetrante aroma de jazmines, rasas y
magnolias. «Ven por las paredes de mi huerto», le dijo dulcemente
Melibea a Calixto hace dieciocho años.
***
Calixto está en
el solejar, sentado junta a uno de los balcones. Tiene el codo puesto
en el brazo del sillón y la mejilla reclinada en la mano. Hay en su
casa bellos cuadros; cuando siente apetencia de música, su hija
Alisa le regala con dulces melodías; si de poesía siente ganas. En
su librería puede coger los más delicados poetas de España e
Italia. Le adoran en la ciudad; le cuidan las manos solícitas de
Melibea; ve continuada su estirpe. Si en un varón, al menos, por
ahora, en una linda moza de viva inteligencia y bondadoso corazón. Y
sin embargo, Calixto se halla absorto, con la cabeza reclinada en la
mano. Juan Ruiz, el arcipreste de Hita, ha escrito en su libro:
…et crei la
fabrilla
Que dis: Par la
pasado no estés mano en mejilla.
No tiene Calixto
nada que sentir del pasado; pasado y presente están para é1 al
mismo rasero de bienandanza. Nada puede conturbarle ni entristecerle.
Y sin embargo, Calixto, puesta la mano en la mejilla, mira pasar a la
lejos sobre el cielo azul las nubes.
Las nubes nos dan
una sensación de inestabilidad y de eternidad. Las nubes son —como
el mar— siempre varias y siempre las mismas. Sentimos mirándolas
cómo nuestro ser y todas las cosas corren hacia la nada, en tanto
que ellas —tan fugitivas— permanecen eternas. A estas nubes que
ahora miramos las miraron hace doscientos, quinientos, mil, tres mil
años, otros hombres con las mismas pasiones y las mismas ansias que
nosotros. Cuando queremos tener aprisionado el tiempo —en un
momento de ventura— vemos que van pasado ya semanas, meses, años.
Las nubes, sin embargo, que son siempre distintas en todo momento,
todas los días van caminando por el cielo. Hay nubes redondas,
henchidas de un blanco brillante, que destacan en las mañanas de
primavera sobre los cielos traslúcidos. Las hay como cendales
tenues, que se perfilan en un fondo lechoso. Las hay grises sobre una
lejanía gris. Las hay de carmín y de oro en los ocasos inacabables,
profundamente melancólicos, de las llanuras. Las hay como
velloncitas iguales o innumerables que dejan ver por entre algún
claro un pedazo de cielo azul. Unas marchan lentas, pausadas; otras
pasan rápidamente. Algunas, de color de ceniza, cuando cubren todo
el firmamento, dejan caer sobre la tierra una luz opaca, tamizada,
gris, que presta su encanto a los paisajes otoñales.
Siglos después de
este día en que Calixto está con la mano en la mejilla, un gran
poeta —Campoamor— habrá de dedicar a las nubes un canto en uno
de sus poemas titulado Colón. Las nubes —dice el poeta— nos
ofrecen el espectáculo de la vida. La existencia. ¿Qué es sino un
juego de nubes? Diríase que las nubes son «ideas que el viento ha
condensado»; ellas se nos representan coma una «traslado del
insondable porvenir». «Vivir —escribe el poeta— es ver pasar».
Sí; vivir es ver pasar: ver pasar allá en lo alto las nubes. Mejor
diríamos: vivir es ver volver. Es ver volver todo un retorno
perdurable, eterno; ver volver todo —angustias, alegrías,
esperanzas—, como esas nubes que son siempre distintas y siempre
las mismas, como esas nubes fugaces e inmutables.
Las nubes son la
imagen del tiempo. ¿Habrá sensación más trágica que aquella de
quien sienta el tiempo, la de quien vea ya en el presente el pasado y
en el pasado el porvenir?
***
En el jardín
lleno de silencio se escucha el chiar de las rápidas golondrinas. El
agua de la fuente cae deshilachada por el tazón de mármol. Al pie
de los cipreses se abren las rosas fugaces, blancas, amarillas,
bermejas. Un deseo aroma de jazmines y magnolias embalsama el aire.
Sobre las paredes de nítida cal resalta el verde de la fronda; por
encima del verde y del blanco se extiende el azul del cielo. Alisa se
halla en el jardín sentada, con un libro en la mano. Sus menudos
pies asoman por debajo de la falda de fino contray; están calzados
con chapines de terciopelo negro adornados con rapacejos y clavetes
de bruñida plata. Los ojos de Alisa son verdes, como los de su
madre; el rostro más bien alargado que redondo. ¿Quién podría
cantar la nitidez y sedosidad de sus manos? Pues de la dulzura de su
habla, ¿cuántos loores no podríamos decir?
En el jardín todo
es silencio y paz. En el alto de la solana, recostado sobre la
barandilla, Calixto contempla extático a su hija. De pronto un
halcón aparece, revolando rápida y violentamente por entre los
árboles. Tras é1, persiguiéndole todo agitado y descompuesto,
surge un mancebo. Al llegar frente Alisa se detiene absorto, sonríe
y comienza a hablarle.
Calixto lo ve desde el carasol y adivina sus palabras. Unas nubes
redondas, blancas, pasan lentamente sobre el cielo azul en la
lejanía.
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